viernes, 30 de enero de 2009

Reflexiones sobre el Poder Constituyente

La idea de centrar la titularidad del poder público en el pueblo puede rastrearse, en relación a los textos constitucionales que la recogen, hasta la Declaración de Derechos de Virginia. Adoptada el 12 de junio de 1776, la Declaración fue un documento revolucionario, hecho “…por los representantes del buen pueblo de Virginia, congregados en convención general y libre; cuyos derechos pertenecen a ellos y a su posteridad, como la base y cimiento del gobierno.”[1] La Declaración no sólo reconoció por vez primera que los derechos del pueblo no dimanaban del sometimiento histórico a una dinastía reinante ni a ancestrales antecedentes, como ocurría con el derecho tradicional inglés, sino que hizo titular de esos derechos al pueblo mismo, al tiempo que se fundaba el gobierno en la voluntad de ese pueblo soberano. Este innovador texto es el origen de lo que entendemos hoy como constitucionalismo moderno.[2] Para los efectos de este ensayo, lo que debe destacarse es ese reconocimiento del poder soberano del pueblo en el momento constituyente, y en el reconocimiento, como llegó a señalar Rousseau, de que si bien en Estados de ciertas dimensiones es inevitable utilizar la figura de los diputados, estos nunca representan la soberanía popular, que es irrepresentable. Escribía Rousseau en 1762:

“La soberanía no puede ser representada, por la misma razón de ser inalienable; consiste esencialmente en la voluntad general y la voluntad no se representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo, pues, no son ni pueden ser sus representantes, son únicamente sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica, es nula.”[3]


Así, las tesis de Rousseau tendrán concreción en los postulados de los documentos constitucionales de los Estados a raíz de la Revolución Americana, pues es en ellos donde la tesis de la necesaria ratificación popular del acto constituyente se manifiesta de forma inequívoca (aunque no fuera así en el caso de la Constitución Federal). Otra fue la orientación de la mayoría de los revolucionarios franceses, como consagra la historia con suprema claridad.
Por ejemplo, durante la Revolución Francesa la tesis de la soberanía popular entró en conflicto con los postulados de la soberanía nacional, especialmente respecto del poder constituyente. A pesar del influyente pensamiento de Emmanuel Sieyes[4], la Constitución francesa de 1791 fue aprobada por la Asamblea Nacional, que no había sido electa con carácter constituyente, y no recibió ratificación popular alguna.[5] La Constitución de 1791 había consagrado una idea de representación de la Nación totalmente desligada del titular de la soberanía. Esos representantes de la Nación abstracta se convertían en la Nación misma, pues su voluntad no podía distinguirse de forma alguna de la voluntad de los representados. Si bien luego se habrá atribuido a Sieyes el diseño del modelo de representación inaugurado por la Constitución de 1791, es menester señalar que esa atribución no es precisa, a pesar de la difusión que obtuvo por obra de los iuspublicistas franceses: León Duguit, Maurice Hauriou y Carré de Malberg, principalmente.
Es destacable el rescate que hace Ramón Máiz de la obra completa de Sieyes, de la cual extrae una doctrina que había estado postergada por la historiografía oficial de la Revolución.[6] Según Ramón Máiz el estudio de la participación de Sieyes en los debates parlamentarios y los múltiples documentos con que apoyaba sus argumentos durante la Revolución, dejan constancia de su comprensión de Nación y de pueblo, en principio como sinónimos, pero operando en marcos completamente distintos, que determinan las facultades que pueden atribuírsele.[7] Así, la Nación se referiría al conjunto de los franceses trabajadores, lo que equivaldría al tercer estado –es decir, excluyendo a las clases ociosas, en especial, la aristocracia- en un marco social pre-político. La Nación sería así titular del poder constituyente, el cual describe como absoluto e ilimitado, sólo condicionado por un derecho natural no objetivo. En ejercicio de ese poder, la Nación se daría un orden político: la Constitución. La creación del orden político, sin embargo, no tolera la subsistencia de la Nación así facultada, sino que enmarcaría al pueblo como sujeto político en los límites al ejercicio del poder público establecido por la Constitución. Esto sin perjuicio de la reserva de un derecho a reasumir el carácter constituyente, si fuera necesario en circunstancias excepcionales.[8]
Durante el debate sobre la sanción de la Constitución de 1791, relata Máiz, se hizo palpable la distancia entre la concepción de Sieyes y la de la mayoría de la Asamblea. Aunque considerándose la personificación de la Nación, la Asamblea Nacional se dispuso a promulgar la Constitución con la sanción del Rey. Si la Asamblea representaba por sí sola la Nación, no debía requerir la participación real. Más aún, al no haber sido la Asamblea electa con función constituyente, debía someterse la Constitución a referendum. Así, Sieyes reclamó que se sometiera el texto constitucional a la aprobación popular, o que se convocara una Convención especialmente para el propósito de ratificar la Constitución. Su intención era evitar la confusión entre asambleas con funciones legislativas ordinarias y asambleas constituyentes, al tiempo que impedía que el Rey apareciera como parte de un proceso constituyente en el que el único sujeto dotado de poder constituyente debía ser la Nación.
Las tesis de Sieyes no sólo son derrotadas al expedirse la Constitución de 1791 sino que lo serán también en 1793, cuando triunfe la concepción jacobina de la soberanía popular, y esto a pesar de que la Constitución de ese último año fue sometido a referéndum popular. Para los jacobinos resultaba ilegítima la apropiación por la Asamblea Nacional de la soberanía, pues su único titular era el pueblo y, tal como señalaba Rousseau, esa soberanía era inalienable. Esta tesis permitió una eficaz crítica de la Constitución de 1791 desde la oposición, pero una vez capturado el poder exigía también una reorganización de la acción política del Estado en un sentido radicalmente democrático. Tal y como lo han explicado algunos autores, el trasfondo de este debate sobre la representación nacional o popular se hace también sobre la distinción entre el sufragio entendido como función o como derecho. Para aquellos que entendieron el sufragio como función, podía explicarse que se decidiera limitar el ejercicio de la misma a quienes eran “aptos” para cumplir la función, y se excluyera de la función a quienes no lo fueran. Al ser una función pública, también se explicaría la consagración positiva del “deber” de votar. Para aquellos que entendían el sufragio como derecho, la aptitud del elector era la aptitud del ciudadano común, derivándose de ello la universalización del derecho al sufragio. Así, la soberanía popular tendría no sólo expresión en la forma de entender las facultades de las asambleas representativas, sino también la forma en que participaban en el proceso político las masas de ciudadanos.
Sin embargo, la articulación de sistema electoral durante la Revolución Francesa brindaba mayor complejidad a este giro político. Recordemos que las elecciones se hacían primero para elegir a los representantes a unas asambleas básicas, que servían a su vez para designar a otros representantes a asambleas de nivel superior, y así hasta integrar la Asamblea Nacional. Al insistir en que quienes integraban el pueblo eran los únicos titulares de la soberanía, se devolvía el poder a las secciones que integraban el electorado en los niveles iniciales e intermedios, pudiendo imponerse constantemente una voluntad popular fragmentada a nivel local. El permanente ejercicio soberano de las secciones contradecía cualquier aspiración de limitación de su poder político en el marco de la Constitución, y dificultaba igualmente el funcionamiento de una administración estatal centralizada. Estos conflictos se daban además en un entorno jurídico caracterizado por la virtual imposibilidad de reformar la Constitución de 1791, poseedora de una cláusula de revisión muy rígida.
Los jacobinos pretendieron formalizar su visión de la soberanía mediante la Constitución de 1793. El desarrollo de la guerra con las potencias absolutistas, sin embargo, condicionó todo el proceso. La suspensión de la eficacia de la nueva Constitución, incluso después de haber sido ratificada en referéndum, y el desconocimiento de la derrota electoral del jacobinismo, marcarán un hito claro de la evolución política que llevó a ese club a abandonar la forma de legitimarse a través del argumento de la soberanía popular y evolucionar hacia argumentaciones basadas en su rol como vanguardia virtuosa del pueblo francés, y en definitiva, a un régimen opresivo e intolerante.
Frente a estas transformaciones Sieyes evitará la confrontación política, para sobrevivir, pero para entonces habrá formulado junto a Condorcet (quien optó por la confrontación y pereció a manos de los jacobinos), una teoría constitucional basada en un pueblo cuya mayoría expresará la voluntad política, voluntad que quedará limitada por las disposiciones constitucionales.
Sieyes señaló una clara distinción entre los cuerpos representativos que elaboran constituciones y los parlamentos que aprueban la legislación ordinaria. Así,
“Es imposible crear un cuerpo para un fin sin darle una organización, formas y leyes propias para hacerle cumplir las funciones a que se lo ha querido destinar. Eso es lo que se llama la constitución de ese cuerpo. Es evidente que no puede existir sin ella. Lo es también que todo gobierno comisionado debe tener su constitución; y lo que es verdad del gobierno en general, lo es también de todas las partes que lo componen. Así, el cuerpo de los representantes, al que le está confiado el poder legislativo o el ejercicio de la voluntad común no existe sino con la manera de ser que la nación ha querido darle. No es nada sin sus formas constitutivas; no obra, no se dirige, no se comanda sino por ellas.”[9]

Sieyes señaló también, respecto al poder constituyente, lo que ha venido a ser un clásico del pensamiento político y constitucional:


“Si queremos una idea justa de la serie de las leyes positivas que no pueden emanar sino de su voluntad, vemos en primer término las leyes constitucionales, que se dividen en dos partes: las unas regulan la organización y las funciones del cuerpo legislativo; las otras determinan la organización y las funciones de los diferentes cuerpos activos. Estas leyes son llamadas fundamentales no en el sentido de que puedan hacerse independientes de la voluntad nacional, sino porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden tocarlas. En cada parte, la constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ninguna especie de poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación. Es en este sentido en el que las leyes constitucionales son fundamentales. Las primeras, aquellas que establecen la legislatura, están fundadas por la voluntad nacional antes de toda constitución; forman su primer grado. Las segundas deben ser establecidas por una voluntad representativa especial. Así todas las partes del gobierno se remiten y dependen en último análisis de la nación. No ofrecemos aquí sino una idea fugitiva, pero es exacta.”[10]

La obra de Sieyes tuvo un impacto inmediato, y lo sigue teniendo hoy, particularmente en su distinción entre poder constituyente y poder constituido, siendo el primero el que le da origen a las Constituciones, y que organiza el número y facultades de las autoridades públicas, y el segundo, el poder que desde esas autoridades constituidas se ejerce, para transformar la Constitución que se encuentra vigente en un determinado momento.
Esta distinción ha sido fundamental para edificar todo el lenguaje jurídico y el debate en torno a los cambios constitucionales. Por sí sola la distinción resultaría inocua, si no fuera porque lleva implícita la tesis de que el poder constituyente originario es un poder ilimitado y absoluto, y el poder constituido es un poder acotado. Esta afirmación tiene como contraparte la idea de la necesidad de determinar mecanismos concretos de actuación del soberano.

El modelo constitucional británico, basado sobre el pacto entre Guillermo de Orange y el Parlamento, tenía cien años cuando la Revolución Francesa, y seguía teniendo en el Rey a un protagonista importante de la política. Las convicciones francesas no podían ser más dispares de las británicas. Ya Rousseau, antes de la Revolución, había objetado firmemente que el origen del gobierno pudiera ser un pacto entre el gobernado y el gobernante, sino la expresión de la voluntad general de un pueblo-soberano expresada en la forma de ley. Incluso señaló respecto del ejercicio de ese poder de establecer el gobierno, que no requería convocatoria de otros agentes, pues siendo el pueblo soberano podía reunirse por propia disposición. Esta tesis horrorizaba a laureados juristas británicos, como Blackstone, que al abordar el problema de la legitimidad de la convocatoria del parlamento, es enfático al señalar que sólo puede reunirse convocado por el Rey, y los casos históricos en que esto no ocurrió en Inglaterra –por ejemplo, ante el vacío dejado por la muerte de Cromwell en 1660, o tras la huída de Jacobo II en 1688- lo actuado se justificaría por el estado de necesidad, y por el aval posterior del nuevo monarca.[11]
Burke[12], uno de los principales críticos británicos a la Revolución Francesa, también buscaba marcar la diferencia de esta respecto de la Revolución Gloriosa de 1688. Al sostener la legitimidad de la adopción de un nuevo monarca a condición del respeto al Bill of Rights, se argumentaba, las generaciones posteriores de ingleses quedaban permanentemente vinculados a ese pacto político. En el esquema de los revolucionarios más radicales, esto era un disparate. Dijo al respecto Paine:

“El parlamento o el pueblo de 1688, o de cualquier otro período, no tenía más derecho a disponer del pueblo del día de hoy, ni de vincularlo o controlarlo de ninguna forma en absoluto, que el parlamento o el pueblo de hoy tienen a disponer de, vincular o controlar a, quienes vayan a vivir dentro de cien o de mil años. Cada generación tiene, y debe tener, competencia en cuanto a todos los objetivos que sus circunstancias requieran. Es a los vivos, y no a los muertos, a quienes se ha de satisfacer. Cuando el hombre cesa de existir, cesan con él sus facultades y sus deseos; y como ya no tiene ninguna participación en las preocupaciones de este mundo, no tiene tampoco autoridad alguna para ordenar quiénes serán sus gobernantes, ni cómo se ha de organizar su gobierno, ni cómo se ha de administrar.”[13]

El ejercicio del poder de los pueblos para darse la organización y el gobierno que consideren mejor, no podía por lo tanto forzar a las generaciones siguientes a sostener indefinidamente esa organización y esa forma de gobierno. La obra en que Paine plasmó estas ideas, “Los Derechos del Hombre”, tuvo gran acogida e impacto en los Estados Unidos, como la tuvo el clásico de Emmanuel Sieyes “¿Qué es el Tercer Estado?” en Francia y en el continente europeo.
Para los puritanos anglosajones instalados en América, el ejercicio del poder constituyente era inalienable, y en consecuencia, no podía efectuarse a través de representantes.[14] En consecuencia, cualquier “…proyecto de Constitución elaborado por las Convenciones o Asambleas designadas al efecto, exigiría, por lo tanto, la ratificación ulterior, bien de los town-meetings, bien del pueblo mismo.”[15] Durante el proceso de adopción de la Constitución de los Estados Unidos, se utilizó una Convención Constituyente paralela al Congreso (es decir, una Convención que no desarrolló funciones legislativas) se distanció grandemente de este modelo, y fue ratificada por los Estados que integraban entonces la Unión.
Si bien la modalidad de ratificación popular no fue utilizada para ratificar la Constitución vigente de los Estados Unidos, a nivel estadual sí se mantuvo arraigada y sirvió de referencia durante el debate constituyente francés.
En Francia se diseño, difundió y prevaleció la doctrina que trasladaba la titularidad de la soberanía a la Nación, y su ejercicio, a las Asambleas. Cabe resaltar aquí que esa primera Asamblea Nacional Constituyente francesa no había sido electa como tal por el electorado (es decir, no tenía un mandato constituyente), y que las constituciones francesas por lo general adolecieron tras su expedición de referéndum popular.[16]
Las diferencias no terminan ahí. En la tradición anglosajona puritana no se permite la confusión entre el poder constituyente y los poderes constituidos, de forma que el pueblo no se expresa en actividades legislativas, y en las asambleas ordinarias no se ejercitan poderes constituyentes. Las Asambleas francesas, al ejercitar por representación el poder soberano de la Nación, no tuvieron escrúpulos en ejercitar todo tipo de facultades, derivando incluso en el gobierno de Asamblea, pero incluyendo en todo caso el poder constituyente. La burguesía francesa alcanzaba el poder al derrocar a la monarquía bajo el lema de la soberanía del pueblo, y simultáneamente al excluir al pueblo del ejercicio del poder mediante la representación. El siguiente párrafo de De Vega resulta notablemente evocador:

“Son esas mismas aspiraciones y finalidades burguesas las que, de una u otra forma, se reproducen actualmente en la moderna democracia de partidos, en la que el indiscutible dogma de la soberanía popular se intenta convertir en una abstracción metafísica, haciendo titular efectivo del poder constituyente y soberano, no al pueblo directamente, sino a las oligarquías y a los caciques de los propios partidos.”[17]


Ese énfasis en el carácter representativo de las Asambleas, tiene un impacto concreto en la reforma constitucional, que podrá hacerse sólo desde la Asamblea, negando la convocatoria del titular originario de la soberanía popular.

“Al trasladarse a las Asambleas Constituyentes representativas el ejercicio pleno de la soberanía, nada tiene de particular que el poder constituyente soberano se proyecte, o intente perpetuarse, como poder legislativo ordinario, incluso cuando la Constitución es aprobada... A su vez… hay que añadir el peligro y la tentación contraria del poder constituido a desempeñar competencias constituyentes…”[18]

Si examinamos el nacimiento de nuestra tradición constitucional, el establecimiento de sus cláusulas de reforma y el desplazamiento de un régimen constitucional por otro durante los dos últimos siglos, podemos encontrar fácilmente reflejadas estas doctrinas.

[1] Preámbulo de la Declaración de Derechos de Virginia de 1776.
[2] Dippel, Horst. “The Rise of Modern Constitutionalism. A history waiting to be written.” Hofgeismar, Alemania, octubre de 2002.
[3] Rousseau, Juan J. El Contrato Social, Editores Mexicanos Unidos, México D.F., 3ra edición, 1985, 1a reimpresión, 1989, p.145.
[4] Marta Lorente Sariñena y Lidia Vázquez informan que según los datos suministrados por Mathiez (Mathiez, “Lórtographe du nom de Sieyes”, en Annales historiques de la Revolution, núm. 2, 1925, p. 487), Sieyes escribía su apellido sin acento. En este trabajo se da por buena esa información, y en consecuencia se escribirá el nombre sin acento. Ver Lorente Sariñena, Marta y Vázquez Jiménez, Lidia. “Introducción” a Sieyes, Emmanuel. ¿Qué es el Tercer Estado? Ensayo sobre los privilegios, Alianza Editorial, Madrid, 1994, p. 43.
[5] La Constitución de 1793, que nunca llegó a aplicarse por causa de la guerra, sin embargo, sí fue ratificada electoralmente, y la del año III (1795), también.
[6]Según Máiz, corresponde a Colette Clavreul el mérito “de iniciar la recuperación de la obra de Sieyes de la manipulación y el olvido”. Ver Máiz, Ramón. “Los Dos Cuerpos del Soberano: El Problema de la Soberania Nacional y la Soberanía Popular en la Revolución Francesa”. Fundamentos, No. 1, 1998. Dirección electrónica: http://web.uniovi.es/constitucional/fundamentos/primero/ De Clavreul: L'influence de la théorie d'Enmmanuel Sieyes sur les origines de la réprésentation en droit public, Tesis Doctoral, Paris, Sorbonne, 1982. Importa especialmente para nuestros efectos subrayar la identificación de Sieyes con la doctrina Lockeana de la representación, y el cese de la identificación de Sieyes con la Constitución de 1791 y con el concepto abstracto de soberanía nacional, que llegó a nuestro derecho constitucional especialmente a través de la obra de Quintero.
[7] Sieyes, Emmanuel. Escritos y Discursos de la Revolución. Estudio Preliminar, Traducción y Notas de Ramón Máiz. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990.
[8] Máiz, Ramón. “Los Dos Cuerpos del Soberano…” Opus cit.

[9] Sieyes, Emmanuel. ¿Qué es el Tercer Estado? Editorial Américalee, Buenos Aires, 1943, pp. 106-107.
[10] Ibídem, p. 108-110.
[11] Blackstone, William. Comentarios a las Leyes de Inglaterra.
[12] Burke, Edmund. Reflexiones sobre la Revolución en Francia, 1790.
[13] Paine, Thomas. Derechos del Hombre. Alianza Editorial, Madrid, 1984, pp.36-37. Señala Ernesto J. Castillero que Don Mariano Arosemena había leído Derechos del Hombre. Ver su “Boceto Biográfico”, en Arosemena, Mariano. Apuntamientos Históricos. Ministerio de Educación, Panamá, 1949, p. VIII.
[14] Un principio que en la práctica puede rastrearse hasta el “Agreement of the People” de 1648, de los soldados de Cronwell, y en la teoría política, entre las ideas de Jacobo Rousseau, quien así lo manifestó en el Contrato Social,
[15] De Vega, Pedro. Opus cit., p. 31-32.
[16] Aunque la Constitución de 24 de junio de 1793 consagró el principio del referéndum popular, la Constitución de 22 de agosto de 1795 reestableció el principio de la democracia representativa, el cuál perduró en adelante.
[17] De Vega, Pedro. Ibídem, p. 233.
[18] De Vega, Pedro. Ibídem, p. 36-37.

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