sábado, 10 de enero de 2009

Crítica a la Doctrina del Bloque de Constitucionalidad

Toda teoría de la interpretación constitucional está relacionada con el problema que reviste distinguir entre qué es y qué no es “Constitución”. En Panamá, a partir de 1990, con la introducción de la doctrina del bloque de constitucionalidad, la certidumbre sobre cuál es el objeto de la interpretación constitucional se ha visto gravemente afectada, especialmente debido a las connotaciones antidemocráticas de dicha doctrina, y a su pobre fundamentación técnica. De ahí la necesidad de realizar un exhaustivo examen crítico del bloque de constitucionalidad panameño. Dicho examen estaría orientado a ofrecer vías democráticas de interpretación constitucional o, al menos, fundamentos más sólidos para la doctrina panameña del bloque de constitucionalidad, de forma que pudiera ser coherente con el Estado Social y Democrático de Derecho.

En primer lugar debe decirse que la reflexión jurídica panameña del siglo XX persistió en la tradicional perspectiva que supone el derecho como algo evidente, producido por órganos estatales antes de su aplicación a casos concretos. Así, desde la perspectiva tradicional en nuestra cultura jurídica, la separación entre el sujeto-intérprete y el objeto-interpretado es un dato que caracteriza a la actividad interpretadora del derecho, marcada por la distinción entre producción y aplicación del derecho. La Constitución, de este modo, existe objetivamente antes de ser aplicada, y puede identificarse por sus rasgos formales, especialmente referidos a la particularidad de su expedición original y reforma.

Contemporáneamente, sin embargo, las perspectivas iusfilosóficas que enfatizan el carácter interpretativo de la actividad jurídica, diluyen la distinción entre la producción y aplicación del derecho, y entre el intérprete y lo interpretado. Por un lado, esto va significando una progresiva admisión del carácter productor del derecho implícito en muchos escenarios de aplicación, y por otro, el reconocimiento de que el intérprete del derecho participa en mayor o menor medida de la configuración del objeto de la interpretación, en éste caso, de la Constitución. En éste último aspecto la identificación del derecho como un algo que puede ser conocido en cuanto tal antes de ser aplicado, pierde fuerza. Es el impacto de la filosofía hermenéutica en el Derecho, que se ve reflejada con claridad en la separación de Dworkin entre teorías semánticas y teorías interpretativas del derecho.[1]

El autor estadounidense propuso la resolución de los casos judiciales haciendo referencia a una totalidad jurídica pre-existente a la decisión judicial, totalidad que trasciende el derecho positivo expedido previamente (legislativo o judicial), lo que disolvería en consecuencia el vacío normativo que se enfrenta cuando el derecho positivo parece insuficiente (los llamados casos difíciles). De ahí que la propuesta de Dworkin produce supuestamente la eliminación de la discrecionalidad judicial (pues los jueces no ofrecerían soluciones ex post facto) y asegura simultáneamente la corrección jurídica de la decisión. La propuesta de Dworkin atacaba fundamentalmente al positivismo, tanto en sus versiones anglosajonas (Austin, Hart) como kelseniana, que ante el derecho incompleto supuestamente ofrecían como respuesta la discrecionalidad de los jueces.

En nuestra cultura jurídica la insuficiencia del derecho legislado no ha sido nunca un problema práctico significativo, pues las leyes han remitido expresamente a otras fuentes para completar su sentido y alcance. La propia Constitución Política también ha remitido a otras fuentes (ofreciendo una técnica tradicional para fundamentar un posible “bloque de constitucionalidad” mucho más sólido).

Sin embargo, esa no ha sido la ruta señalada por la doctrina adoptada por la Corte Suprema de Justicia, que desde principios de los años noventa ha permitido la expansión de lo que debe entenderse por Constitución.

En el presente ensayo pretendo examinar el paso del concepto tradicional de Constitución normativa, y el concepto explícito en el “bloque de constitucionalidad”, una forma fallida de articular una propuesta para enfrentar las supuestas insuficiencias del Derecho Constitucional positivo panameño.

Constitución y Ley

Usualmente se subraya el carácter excepcional de las normas constitucionales como justificación para diferenciar su interpretación de la interpretación de otros textos jurídicos, especialmente las leyes. Sin embargo, desde una perspectiva lógica no se deduce de la diferencia en cuanto a la forma de su expedición y reforma, la diferencia en los métodos de interpretación aplicables. El ejemplo de la diferencia entre leyes, orgánicas y ordinarias, sujetas a diferentes requisitos de iniciativa y de mayorías parlamentarias, y a limitaciones originadas en trámites especiales, como ocurre con la Ley que aprueba el Presupuesto General del Estado, o las que aprueban convenios internacionales. En principio, el derecho escrito podría estar sujeto a los mismos métodos de interpretación, pese a la diversidad de las formas en que puede llegar a expedirse.

Sin embargo, se han predicado diversos rasgos de la Constitución como suficientes para sostener la necesidad de un método diferenciado del tradicional de la interpretación legal, para la interpretación de la Constitución. Por ejemplo, suelen mencionarse:

1. Su naturaleza de Derecho Público
2. Su carácter “político”
3. Su carácter abierto
4. Su carácter incompleto
5. Su supremacía jerárquica

Ninguno de estos rasgos parece suficiente para sustentar un método diferenciado de interpretación jurídica.

Es conocido, por ejemplo, que los métodos tradicionalmente vinculados a la interpretación legal fueron tomados del derecho privado. Pero, incluso desarrollándose la interpretación jurídica en el derecho público, la Constitución, en tanto norma de derecho público por excelencia, compartiría ese rasgo con otras normas de derecho público de rango legal y reglamentario.

El carácter político de la Constitución es, igualmente, equivalente al carácter político de mucha legislación, que se interpreta con los mismos métodos que la legislación que no regula la estructura y funcionamiento de los poderes públicos o los derechos fundamentales. De hecho, la pretensión de regular jurídicamente lo político es difícilmente compatible con la pretensión de adoptar un método distinto para interpretar el Derecho Político, que para interpretar el resto del Derecho.

El carácter abierto de las normas constitucionales, así como su carácter incompleto, es uno de los argumentos más frecuentes, y al mismo tiempo menos firmes para caracterizar la Constitución como diferente de otras normas, y pretender un método de interpretación diferenciado. La ley, antiguamente caracterizada como general y abstracta y que hoy -tal y como se admite ampliamente- presenta significativas áreas de indeterminación, también presenta vacíos y disposiciones “abiertas”.

La característica de generales o abiertas, en el sentido de que su concreción puede admitir distintas posibilidades, no es además una característica de todas las disposiciones constitucionales. Por un lado, es posible señalar multitud de ejemplos de normas constitucionales “cerradas”, como bien podríamos mencionar el artículo 177 que establece el período presidencial de cinco años, o el artículo 179 que señala que es requisito para ser Presidente de la República haber cumplido treinta y cinco años de edad.

Además, si bien es cierto que la Constitución aparece como un texto incompleto (en la medida que no todo asunto está reglado o normado en ella), no menos cierto que la necesidad de integración jurídica no es exclusiva de la Constitución, sino que está presente también en la interpretación legal. El carácter incompleto de las normas constitucionales, por lo tanto, no es un elemento que permita distinguirla de otras normas.

La supremacía jerárquica de las normas constitucionales es el rasgo definitorio del carácter especial de las normas constitucionales en nuestro entorno. En este punto convendría enfatizar que no basta reconocer simplemente su carácter superior, como también podría serlo una Ley respecto a un reglamento, sino su carácter supremo, que abarca con su fuerza normativa la totalidad del ordenamiento jurídico estatal. Esa posición es no sólo superior, sino suprema, impregnando todo el conjunto normativo con una orientación que no puede generar otro texto normativo dentro del sistema.[2]

Sin embargo, hasta esa condición de supremacía ha sido relativizada. La internacionalización del derecho ha permitido que se argumente la posibilidad de la “inconvencionalidad” de las constituciones contrarias a los convenios internacionales, a los que deben acomodar sus disposiciones.

Por otro lado, estaría pendiente en nuestra doctrina la revisión de la idea de ordenamiento como totalidad de lo jurídico, en contraste con las concepciones más radicalmente pluralistas, o más profundamente realistas, según se mire.

El Concepto de Constitución en Panamá: El sentido tradicional

El objeto de la interpretación constitucional a la que se han referido los juristas panameños en las últimas décadas, es la Constitución Política expedida en 1972, con sus múltiples y profundas reformas (1978, 1983, 1994, 2004). Se trata de una Constitución escrita, normativa, rígida, suprema y garantizada, en lo que respecta a sus rasgos elementales.

La revisión de las principales caracterizaciones de la Constitución en Panamá permite vislumbrar la continuidad de ésta perspectiva principal, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y en general desde 1941. Empero, se trata de una perspectiva que desde antes se había estado consolidando. Moscote expresa que la concepción predominante en su época consideraba la Constitución el

“documento escrito en el cual constan los principios y normas fundamentales sobre que descansa la organización gubernamental de un pueblo o de una nación.”[3]

Las constituciones serían también expedidas por quien tiene la “facultad de mandar”, es decir, por quien ejerce la soberanía.[4] Posteriormente describió la Constitución, como

“...un sistema de instituciones fundamentales de acuerdo con el cual, el constituyente, intérprete de la voluntad popular, quiere que viva y se desarrolle el país para el que se ha decretado...”[5]

Otro autor importante, Pedreschi, ha dicho que se entienden por normas constitucionales

“...aquellas que determinan la vida del Estado, organizan su gobierno, señalan su alcance y limitaciones y determinan los derechos de los gobernados... El carácter fundamental de esta clase o categoría de normas está determinado por los siguientes elementos: primero, se refieren a las cuestiones básicas del Estado, como son sus fines generales, su gobierno y la relación entre gobernantes y gobernados; y, segundo, emanan de una fuente con categoría excepcional que no es la que ordinariamente legisla.”[6]

Quintero, en su pieza probablemente más relevante al respecto, su Crítica a la Teoría Tradicional del Poder Constituyente, destina un capítulo a explicar el concepto de Constitución. En ese trabajo indica que

“...en estricto sentido jurídico, sólo es Constitución el código solemnemente promulgado que consagra las normas supremas de un Estado.”[7]

En coherencia con esta posición, Quintero, en otro pasaje de su obra, adopta un criterio tajante respecto a que las únicas Constituciones son “escritas, rígidas, formales y normativas.”[8]

Para González Montenegro, por su parte, la Constitución es una

“...norma jurídica con pretensiones de instaurar y organizar por una parte, la estructura política del Estado y, por la otra y no por ello menos importante, la de reconocer los derechos fundamentales de quienes conforman la sociedad, con sus respectivos mecanismos de protección.”[9]

González Montenegro, por otro lado, ha percibido un notable parecido entre la posición de los lasallianos (que entienden la Constitución como la suma de los factores reales de poder) y la de Pedreschi (que entiende la Constitución como el documento en que las fuerzas políticas dominantes consignan como normas jurídicas superiores sus valores esenciales).[10] Sin embargo, como lo ha entendido Quintero, la posición de Pedreschi no identifica la Constitución con los factores reales de poder, sino que ve en el documento denominado Constitución la expresión normativa del predominio de los sujetos sociales hegemónicos.[11]

Por lo tanto, al coincidir en la identificación de la Constitución con un documento normativo de rango superior, Moscote, Pedreschi y Quintero, al igual que González Montenegro, comparten la misma concepción normativa de Constitución.

Ahora bien, la Constitución panameña, pese a su supremacía, no ofrece respuestas explícitas sobre cómo resolver los vacíos que se le puedan señalar. Si la tradición suponía, en principio, que la Constitución, en cuanto norma escrita, debía ser interpretada igual que la Ley, hay al menos una fórmula de actuación. Esto porque nuestro Código Civil sí plantea una respuesta, o una serie de ellas, en su Título Preliminar.

Si adoptamos la tesis de una interpretación constitucional diferenciada de la legal, cabe por el contrario, construir una teoría separada de la integración constitucional. Eso es lo que ha intentado hacer la Corte Suprema de Justicia con la adopción de la doctrina del Bloque de Constitucionalidad. Que ese intento ha fracasado resulta evidente a estas alturas, pero conviene hacer explícitas sus contradicciones, a fin de estimular una práctica jurisprudencial más sólida en el futuro.

La Expansión de lo Constitucional: La doctrina del Bloque de Constitucionalidad

La doctrina panameña receptó el bloque de constitucionalidad en un artículo de periódico.[12] Inmediatamente logró trasplantar el bloque a la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia[13], para hacerlo reaparecer, más dignamente, como monografía.[14]

Según Hoyos, el bloque de la constitucionalidad es

“...el conjunto normativo de jerarquía constitucional que la Corte Suprema de Justicia ha empleado para emitir juicio sobre la constitucionalidad de las leyes y de otros actos sujetos al control judicial de esa institución.”[15]

Los antecedentes obvios de esta innovación de la jurisprudencia de los años noventa del siglo pasado, se pueden rastrear sin dificultad hasta Francia y España.[16] Sin embargo, debe decirse que la influencia principal en la introducción de la doctrina del bloque de constitucional a Panamá provino, aparentemente, de Costa Rica[17]. La utilización del bloque en Costa Rica, a su vez, proviene de la doctrina italiana.

Integrarían el bloque de la constitucionalidad en Panamá, además de la Constitución en sentido documental: la jurisprudencia constitucional, la costumbre constitucional, ciertas disposiciones de los convenios internacionales de derechos humanos ratificados por Panamá, y disposiciones del Reglamento Orgánico del Régimen Interno de la Asamblea Nacional. También el Estatuto de Retorno Inmediato a la Plenitud del Orden Constitucional, y las normas de la Constitución derogada de 1946, con respecto a actos expedidos y que surtieron sus efectos durante la vigencia de dicha Constitución.

La aplicación del bloque de constitucionalidad en Panamá, según Hoyos, ha dado un importante impulso a nuestro constitucionalismo, pues se ha actualizado el ordenamiento constitucional sin necesidad de acudir a frecuentes reformas formales de la Constitución, y se ha ensanchado el objeto de la interpretación constitucional.[18]

Esta doctrina ha sido criticada por los constitucionalistas locales desde diversos ángulos. Especialmente significativa resultó la crítica de Sánchez Urrutia respecto a la confusión de la Corte al caracterizar el bloque como parte integral de la Constitución, y como parámetro de constitucionalidad.[19]

Jerarquía Constitucional vs Parámetro de Constitucionalidad

El problema esencial de la doctrina panameña del bloque de la constitucionalidad es la suposición de que a las normas que lo integran se les otorga jerarquía constitucional, en lugar de caracterizarlas simplemente como parámetros de constitucionalidad.

El adoptar la tesis de la jerarquía constitucional de los elementos integrados al bloque de constitucionalidad, exigiría un desarrollo jurisprudencial sobre la inconstitucionalidad de ciertas normas constitucionales, semejante al que se ha ensayado en otras jurisdicciones. Esto dado que la Corte Suprema de Justicia regularmente ejerce control de constitucionalidad sobre los elementos que integran el bloque, por ejemplo, sobre leyes que aprueban tratados de derechos humanos, y sobre la ley del Reglamento Orgánico del Régimen Interno de la Asamblea Nacional.

Esta dificultad del argumento jurídico de la Corte se ha evitado en Francia. Los elementos que integran el bloque francés son Constitución, y en ese sentido no pueden ser impugnados por inconstitucionales, ni su reforma está al alcance del legislador ordinario.

Distinto es el caso del bloque de constitucionalidad español. Según explica Ignacio de Otto, en España la inconstitucionalidad de leyes o actos puede producirse

“...no solamente de la infracción de la Constitución Española, sino también de un conjunto de normas que no forman parte de la Constitución, que tienen rango inferior a ella y son, por tanto, del mismo rango que la norma cuya inconstitucionalidad pueden provocar.”[20]

Las normas que son parámetro de constitucionalidad no son Constitución, y por tanto, si se tratara de un texto expedido originalmente en forma de Ley común, su reforma podría estar al alcance del legislador ordinario.

Esas leyes-parámetros de constitucionalidad sirven, sin embargo, para declarar la inconstitucionalidad de otras disposiciones, a través de un mecanismo que difiere del puro contraste entre normas de diferente jerarquía. El efecto de inconstitucionalidad se produciría al establecerse en la Constitución el monopolio de la regulación sobre determinadas materias, a favor de un tipo determinado de norma (el ejemplo clásico es la reserva legal). Las disposiciones que usurparan un monopolio de regulación constitucionalizado, vulnerarían la Constitución y podrían ser declaradas inconstitucionales por ello.

Otro ejemplo puede encontrarse en la regulación de la presentación y aprobación de la Cuenta General del Tesoro, por mandato del artículo 161 de la Constitución Política, que debe regularse en el Reglamento Orgánico del Régimen Interno de la Asamblea Nacional (que es Ley de la República). En este caso, únicamente el Reglamento Orgánico podría regular la materia, siendo posible la declaratoria de inconstitucionalidad del instrumento alterno que se utilizara para el mismo propósito, independientemente de su contenido material. Como se observa, la inconstitucionalidad termina remitiéndose a la autorización que el propio texto constitucional brinda al desarrollo de determinados asuntos mediante instrumentos jurídicos específicos.
A la par de la reflexión sobre la idoneidad de un determinado instrumento jurídico para regular constitucionalmente una materia, la propia Constitución puede remitir a otras normas la concreción de lo constitucional-material, normas que servirán posteriormente de parámetro a los tribunales constitucionales.

La jurisprudencia panameña sobre el bloque de constitucionalidad no ha sido consistente en el uso de los conceptos arriba indicados, como el de parámetro de constitucionalidad, lo cuál ha propiciado confusión, y al mismo tiempo, ha negado posibilidades al desarrollo de una doctrina del bloque jurídicamente sostenible.

Los elementos que supuestamente integran el bloque pueden ser también problematizados. A continuación examinaré cada uno de ellos.

Estatuto de Retorno Inmediato a la Plenitud del Orden Constitucional

La crítica básica a éste elemento del bloque se refiere a que sirve a un propósito perfectamente abordable desde la tradición jurídica. En ese sentido, la introducción de innovaciones doctrinales no debería ser fruto del capricho de abogados ocurrentes, sino respuestas a auténticos problemas jurídicos. Existía suficiente reflexión jurídica sobre el derecho producido bajo estado de necesidad o por regímenes de facto, como para necesitar dar jerarquía constitucional a un instrumento como el “Estatuto”, adoptado en ocasión de la intervención estadounidense de diciembre de 1989 y del derrocamiento del régimen militar imperante en la época. Sin embargo, dado su carácter transitorio, el Estatuto es probablemente de los elementos del bloque cuya adopción ha sido menos nociva a la estabilidad del ordenamiento jurídico en su conjunto.

Pese a ésta consideración, las debilidades del Estatuto como elemento del bloque aparecen de inmediato. Nunca fue demandado por inconstitucional, y no hubo sobre él sino la presunción de constitucionalidad común a todas las normas. Con las cautelas que corresponden –prevenido de la ultra-actividad de normas constitucionales derogadas o con efectos cumplidos, sobre las que luego hablaré- el Estatuto se reputa hoy extinto, debido a que sus efectos temporales ya se agotaron.

La inclusión del Estatuto de 1989 en el bloque de constitucionalidad hace parte de las reflexiones doctrinales que acompañan la posterior declaratoria de constitucionalidad de los Decretos de Gabinete expedidos desde la instalación del nuevo gobierno tras la invasión estadounidense, y hasta el primero de marzo, cuando se re-instaló la Asamblea Nacional (entonces, Asamblea Legislativa). En esos pronunciamientos, precisamente por su inclusión en el bloque, parecía anticiparse la respuesta de la Corte a una eventual impugnación por inconstitucionalidad del Estatuto: forma parte de la Constitución, y por ello, no cabe declarar si es o no constitucional.

Ahora bien, ni el fenómeno de la sucesión de regímenes constitucionales ni el de la producción de normas con valor de ley en situaciones de necesidad son nuevos, ni en el Derecho ni en nuestra experiencia jurídica nacional. Entre el derrocamiento de Arnulfo Arias Madrid en 1968 y la entrada en vigor de la Constitución de 1972, por ejemplo, también se expidió un “Estatuto del Gobierno Provisional” que se integró a la Constitución Política de 1946, y se expidieron Decretos de Gabinete a los que se reconoció constitucionalidad y valor de ley.

La Corte Suprema de Justicia de la época rechazó la demanda de inconstitucionalidad presentada contra aquél Estatuto, emitido el 12 de octubre de 1968. El principal argumento de la Corte fue que los militares no habían derogado la Constitución, y que

“al postular, como se ha dicho, la vigencia de ésta conjuntamente con el Estatuto Provisional de Gobierno, y al actuar efectivamente dentro el marco de estos instrumentos, ha estructurado sus propios lineamientos jurídicos, que lo diferencian de un poder arbitrario cualquiera, por su propia autolimitación. Las normas jurídicas vigentes no sólo han sido impuestas a los gobernados sino que rigen para los gobernantes y por tanto ambos se encuentran vinculados al nuevo orden desde puntos de vista materiales y formales.”[21] (énfasis mío)

Así lo entendió la Corte en otros casos subsiguientes, relacionados con el tema de los Decretos de Gabinete expedidos por las nuevas autoridades. Llegó a decir que no cabía en el período hablar de Ley o Decreto-Ley, sino de Decretos de Gabinete:

“Y con las modificaciones que el Gobierno Revolucionario introdujo a la Constitución vigente el sistema de Decretos de Gabinete ha sustituido al de expedición de leyes y decretos-leyes por no existir en la actualidad el cuerpo legislativo.”[22] (énfasis mío).

Efectivamente, habría que observar que el Estatuto del Gobierno Provisional suspende partes significativas de la Constitución Política de 1946, entre ellas la regulación referida a la formación de la Ley.

También lo hace el Estatuto de 1989. La Corte Suprema de Justicia, ante las demandas contra los Decretos de Gabinete aprobados durante la vigencia del Estatuto de 1989, adoptó una tesis, reiterada en varias ocasiones, en el sentido de que eran constitucionales por lo siguiente:

"Por lo que toca a la falta de competencia que se le atribuye al Consejo de Gabinete para dictar normas con carácter de ley material se observa que ya la Corte Suprema de Justicia ha tenido la oportunidad de pronunciarse en favor de la constitucionalidad de otros decretos de Gabinete dictados por el Consejo de Gabinete en iguales circunstancias. Así ocurre por ejemplo, con la sentencia de 14 de febrero de 1991, en virtud de la cual se establece que el Estatuto de Retorno Inmediato a la Plenitud del Orden Constitucional, constituye uno de los elementos que conjuntamente con la Constitución Nacional de 1983, sirve de parámetro para enjuiciar la constitucionalidad de ciertos actos en base a la doctrina del "bloque de la constitucionalidad."[23]

La doctrina ha entendido bien el sentido que frecuentemente tiene la legislación por Decreto de Gabinete:

"En cuanto a los decretos de gabinete, éstos han sido, la mayor parte, expedidos en épocas de facto, con valor de ley, no contemplados en la Constitución con ese carácter. La Constitución vigente, establece en sus numerales 2, 3, 4, 5 y 7, del artículo 195 las materias que pueden cubrir los decretos de gabinete, que son inferiores a la ley, equiparables en un régimen de derecho, a los decretos ejecutivos, con la diferencia que son expedidos por todos los ministros de Estado y el Presidente.”[24]

Para los efectos de la crítica a la doctrina del bloque de constitucionalidad es importante señalar la semejanza entre la situación de 1968 y la de 1989, en lo que se refiere a la producción de regímenes de excepción, y a los pronunciamientos respectivos de la Corte Suprema de Justicia.

Carlos Santiago Nino le ha dado al problema de las normas expedidas por regímenes de facto un interesante tratamiento, que él entiende como producto de la confusión respecto del concepto de “validez del derecho”, asociado con el concepto de “existencia” del derecho.

Entre los efectos negativos más destacables de esa confusión, estaría la fundamentación de las normas dictadas por gobiernos ilegítimos, que al ser reputadas “válidas” –en tanto existentes- parece también que se suponen legítimas.[25] Los gobiernos usualmente descritos como ilegítimos gobiernan y expiden normas, por lo cuál suele ser necesario fundamentar la obligación de cumplir con dichas disposiciones en la medida en que se reconoce su existencia.

Nino mismo recuerda que Kelsen ya había adelantado una importante observación: el absurdo que significa distinguir gobiernos “de facto” y gobiernos “de iure”. Ambos tipos de gobierno expiden normas y logran que sean cumplidas, por lo que “de hecho” son “gobierno”. Si a esto agregamos que el ejercicio gubernamental se hace bajo el argumento de la habilitación proporcionada por alguna norma (que bien pudieron esos mismos gobiernos expedir, como ocurrió en 1968 y en 1989), nos encontramos en que ambos son gobiernos “de derecho”.[26]

Nino hace una exploración de este asunto que resulta evocadora para nosotros. En primer lugar afirma que la verdadera diferencia entre los gobiernos que solemos denominar “de facto” y “de iure”, es que los primeros son autocráticos, y los segundos democráticos. Surge así la pregunta, completamente relevante a nuestra investigación, de qué debe hacerse con las normas producidas por gobiernos autocráticos. Lo que se hace, y Nino pone el elocuente ejemplo de Argentina, es que se les reconoce validez y se acatan.

“Y este reconocimiento no se ha debido sólo a temor, conveniencia o adhesión a los fines autoritarios del régimen de turno sino también a sinceras convicciones teóricas que se sobreponían aun al rechazo ideológico por el gobierno en cuestión.”[27]

Entre esas convicciones teóricas se encuentran varias modalidades del positivismo jurídico. La afirmación clave del positivismo conceptual es que el derecho debe poder describirse sin atribuirle propiedades valorativas. La determinación de lo que es “derecho” implicaría por lo tanto la verificación de ciertos hechos. Identificado el derecho existente, se puede predicar de él lo que se estime, incluso, su carácter injusto.

Otras formas de argumentación, propugnan por la validez de las normas producidas por los gobiernos “de facto”, derivándola directamente de la efectividad del gobierno que las expide o de su efectivo cumplimiento por aquellos a quienes van dirigidas.[28]

Esos argumentos aparecían en el pronunciamiento de la Corte de 1969: “Ha sido efectivamente aceptada por la opinión pública y mantiene el orden y la seguridad del país”; “tiene ya prolongada duración y absoluta estabilidad”; y ha “obtenido el reconocimiento de la generalidad de los gobiernos extranjeros con los cuales la República mantenía relaciones diplomáticas.”.[29]

Los argumentos sobre el Estatuto de 1989 fueron otros: “fue expedido por los gobernantes legítimos”; “fue dictado obedeciendo a un verdadero estado de necesidad”; “sólo suspendieron temporalmente la eficacia de algunas normas de la Constitución”; y el “resultado final de la aplicación del Estatuto fue el restablecimiento de un Estado de Derecho."[30]

Si observamos atentamente, algunos de estos argumentos no tienen el mayor peso jurídico. Que haya sido expedido por los gobernantes legítimos es una condición frecuente cuando se somete una acto jurídico al contraste de constitucionalidad en la Corte Suprema de Justicia, salvo que lo que se pretenda sea afirmar la presunción de constitucionalidad de los actos de las autoridades (presunción que en todo caso puede ser abatida por los datos que sustentan la impugnación de su constitucionalidad). El que “sólo” suspenda algunas normas constitucionales, tampoco es pertinente, pues la sola aspiración de suspender una parte del régimen constitucional perfecciona una vulneración del ordenamiento constitucional vigente, y justificaría la impugnación del acto. Tampoco es jurídicamente sostenible que se ignore la flagrante inconstitucionalidad del acto, sobre la base de sus efectos posteriores. Sin embargo, el Estatuto de 1989 fue expedido obedeciendo a un auténtico estado de necesidad, y en ese aspecto encuentra su mejor punto de apoyo.

De hecho, la Corte abunda en ese aspecto, al acompañar su reflexión de la cita de doctrina internacional, y en concreto, cita a Giuseppe de Vergottini, quien examina el problema de los regímenes temporales que aparecen con la pretensión de proteger la Constitución en períodos de grandes convulsiones:

“En el ordenamiento temporal instaurado, apoyándose en la necesidad, de ordinario se produce una concentración de poder a favor un órgano constitucional preexistente o de un nuevo órgano que interviene en defensa de la Constitución sin vincularse con límites formales previstos en el texto fundamental, y sin utilizar su sistema de fuentes normales. Este órgano, en general, forma parte del ejecutivo cuando el peligro para las instituciones proviene del exterior (guerra internacional) o de acciones subversivas internas que dimanan `de abajo'. Pero conviene advertir que podrían verificarse hipótesis de agresión `desde arriba' cuando fuesen los órganos constitucionales del vértice quienes pusieran en peligro la Constitución. En tal caso la violación de los preceptos formales del texto constitucional podrá realizarse por la comunidad estatal con el fin, siempre, de salvar la Constitución"[31]

Así, vemos que la Corte Suprema de Justicia, sobre la base del cambio de régimen constitucional generado por cambios políticos, rechazó la impugnación por inconstitucional del Estatuto de 1968 y derivó de ahí la constitucionalidad de los Decretos de Gabinete con jerarquía legal expedidos hasta la entrada en vigencia de la Constitución de 1972. De modo similar, la Corte Suprema de Justicia, sobre la base del estado de necesidad provocado por acontecimientos políticos, incorporó el Estatuto de 1989 a la Constitución, y derivó de ahí la constitucionalidad de los Decretos de Gabinete con jerarquía legal expedidos hasta el restablecimiento pleno de la Constitución de 1972, en marzo de 1990.

Como se observa, la jurisprudencia panameña ya había reconocido la fuerza de los acontecimientos políticos en la configuración del orden jurídico constitucional en 1968, y en los noventa admitía (al tiempo que adoptaba la doctrina del bloque) el clásico expediente a la necesidad para fundamentar las nuevas disposiciones. En conclusión, la doctrina del bloque de constitucionalidad no era necesaria para reconocer la existencia del régimen jurídico transitorio explícito en el Estatuto de 1989.

Las normas de la Constitución derogada de 1946

La ultra-actividad de las normas constitucionales derogadas con respecto a actos expedidos y que surtieron sus efectos durante la vigencia de la Constitución de 1946, es otro elemento débil del bloque de constitucionalidad.

Por un lado, la Constitución de 1972 desplazó toda norma constitucional previa, desde el 11 de octubre de ese año, y dispuso la subsistencia transitoria de normas legales que le fueran contrarias, tan sólo en un supuesto y por un período limitado. Decía una de las disposiciones finales, que se derogaban

“todas las leyes y demás normas jurídicas que sean contrarias a esta Constitución salvo las relativas a la patria potestad y alimentos, las cuales seguirán vigentes en las partes que sean contrarias a esta Constitución por un término no mayor de doce meses a partir de su vigencia....” (énfasis mío).

Ahora bien, la Constitución de 1972 originaria no contempló expresamente, en ningún supuesto, la aplicación de las disposiciones derogadas de la Constitución de 1946.

En el marco de nuestro ordenamiento, la regulación de la interpretación de la Ley formal dispuesta en el Código Civil, expresamente contempla los casos en que se aplicarían ciertas disposiciones derogadas, por ejemplo, en el reconocimiento del estado civil de las personas, para lo cuál se admite que el contraste debe hacerse en relación a la ley vigente al momento de adquirirse, aunque ésta hubiese sido abolida. Muchos otros artículos del Código Civil se refieren a éste fenómeno, en distintas circunstancias.

La Constitución de 1972 sí dispone, y es relevante desde la perspectiva del caso que utilizó la Corte Suprema para fabricar ésta doctrina, que “se garantiza la propiedad privada adquirida con arreglo a la Ley...”. En la medida que la Ley es cambiante, se entiende, al igual que en lo relativo al estado civil, que la propiedad privada adquirida bajo el amparo de un específico régimen legal, sigue garantizada pese a que ese régimen legal se vea modificado.

Como se observa, ninguno de estos casos trata de la subsistencia o ultra-actividad de normas constitucionales, sino de normas legales, y además se refieren a los requisitos formales que condicionan la existencia o no del acto jurídico de que se trata.

La ultra-actividad de normas constitucionales derogadas, como las de la Constitución de 1946, contradice el efecto principal del establecimiento de un nuevo orden constitucional, respecto específicamente de la legislación. Las leyes expedidas bajo la vigencia de una Constitución previa a la actual -se llegó a decir en Panamá, al implantarse el control concentrado– no podían ser controladas en su adecuación a la Constitución nueva. Así, en el fallo de 9 de septiembre de 1946 la Corte planteó su incompetencia para conocer de actos dictados con anterioridad a la entrada en vigencia de la Constitución de 1946, pero para el 20 de diciembre de dicho año ya corregía su posición. Además de establecer la competencia de la Corte para juzgar la constitucionalidad de actos expedidos con anterioridad a la Constitución vigente, el fallo de diciembre señaló que no se podía exigir al acto el cumplimiento de requisitos relativos a su formación, que no existían al momento de su expedición. Dijo así:

“La Asamblea Nacional Constituyente antes de expedir la Carta Fundamental sancionó veintitrés decretos, que tienen el carácter de leyes. Procedió en ejercicio de la facultad soberana de que estaba investida. Si alguno de estos decretos resultan contrarios a la Carta expedida posteriormente pueden ser acusados de inconstitucionales; pero no se puede exigir como pretende el recurrente que el proceso de su formación se someta a pautas que no existen en la fecha en que fueron dictados.”[32]

Ésta tesis, por lo tanto, constituye una doctrina constitucional infinitamente mejor fundada y más coherente que la de ultra-actividad de las normas derogadas de la Constitución de 1946. Se trata de distinguir entre los actos jurídicos legítimamente producidos bajo el imperio de unas determinadas disposiciones constitucionales, y el contenido material del acto.

La Costumbre Constitucional

Cabe preguntarse de entrada si, como ocurre con el derecho legislado panameño, existe alguna fórmula referida a admitir expresamente otras fuentes complementarias al texto de la Constitución Política. Puede responderse, para los efectos de éste apartado, que son múltiples los pasajes de la Constitución que se abren a contenidos que no aparecen precisados por el constituyente, por ejemplo, principios jurídicos. Sin embargo, la Constitución no brinda, como ocurre por el contrario con el Código Civil, un catálogo de fuentes adicionales cuya utilización por el operador jurídico esté expresamente prevista y tasada. Todos sus contenidos normativos de la Constitución se le presentan al operador en pie de igualdad.

En lo que respecta a las fuentes del derecho, la Constitución no dice nada sobre la costumbre en general, aunque admite que se reconoce y respeta la identidad étnica de las comunidades indígenas, y que el Estado desarrollará los valores materiales, sociales y espirituales propios de cada una de las culturas indígenas en su artículo 90. Ésta cláusula es una de las bases constitucionales de la admisión del derecho consuetudinario indígena desarrollada luego por el derecho legislado panameño.

Resulta por otro lado paradójico, que la cultura jurídica predominante, de raíz formalista y lego-céntrica, contraria en principio a la excesiva valoración del derecho consuetudinario como fuente de nuestro ordenamiento jurídico, sea sin fundamentación adecuada desatendida en el acto trascendental de determinar la admisión de la costumbre como fuente de nuestro derecho constitucional positivo.

La costumbre constitucional, examinada bajo el lente de la teoría constitucional contemporánea por Sánchez Urrutia, permite derivar importantes críticas a la configuración de la doctrina de la costumbre constitucional admitida por la Corte Suprema de Justicia de Panamá como parte del bloque. [33]

Si suponemos que los métodos de interpretación legal son útiles también para la interpretación constitucional, se debe observar que el Código Civil dispone un orden de prelación de fuentes secundarias, entre las que aparece la costumbre “siendo general y conforme con la moral cristiana.” (artículo 13 del Código Civil).

Se supone que las costumbres constitucionales dependen de dos elementos básicos: la práctica reiterada y la opinión sobre su valor jurídico vinculante según Hoyos[34], el elemento material e intelectual, según Sánchez Urrutia.[35] La reflexión contemporánea de la Corte se remite a un fallo de 1992, en el marco de un proceso de amparo:

"Es evidente que nuestra Constitución no regula el cargo de Viceministro. Sin embargo, considera el Pleno de la Corte Suprema de Justicia que existe en Panamá una costumbre, de valor constitucional, según la cual se estima que los Viceministros actúan jurídicamente, dentro del orden constitucional ...
Se dan aquí, a juicio del Pleno de la Corte Suprema de Justicia, los dos elementos de una costumbre, a saber: la actuación constante y uniforme de los viceministros, quienes reemplazan a los ministros de Estado dentro de ciertas hipótesis, y la convicción generalizada de que los viceministros actúan dentro del orden constitucional de la República de Panamá"[36]

Como se observa, resulta insuficiente la caracterización de la costumbre constitucional que hace la Corte Suprema. La falta de regulación del cargo de Viceministro, no conduce inexorablemente a diagnosticar un vacío constitucional que deba ser llenado con la introducción de una fuente de derecho que en nuestra cultura jurídica predominante tiene un rol subsidiario. Por ejemplo, persisten las disposiciones constitucionales que establecen la facultad del Presidente de la República de nombrar libremente sus Ministros de Estado, y también las que disponen que corresponde al Presidente nombrar a las personas que deban desempeñar cualquier empleo nacional cuya provisión no corresponda a otro funcionario o corporación. Estos otros funcionarios no están determinados en su denominación y funciones en la Constitución. La designación de los viceministros se ha hecho históricamente sobre la base de esas disposiciones, cuando no de las disposiciones legales orgánicas de los Ministerios de Estado. Además, constan los cientos de actos individuales de nombramiento de viceministros, todos ellos presuntamente constitucionales. Que los viceministros tengan por responsabilidad sustituir en sus faltas a los Ministros, sobre la base de las disposiciones constitucionales citadas, es una interpretación más que plausible.

Debo agregar que la inexistencia de vacío constitucional es un problema permanente en las pretensiones de fundar la costumbre constitucional como fuente de derecho constitucional en Panamá. La mera actuación constante y uniforme de los viceministros y la convicción generalizada de que dicha actuación es constitucional, es insuficiente para producir “costumbre constitucional”, si no hay un vacío en el texto de la Constitución.

En el primer caso en que la Corte reconoció la existencia de una costumbre constitucional, es necesario enfatizar, la Corte Suprema de Justicia se sirvió de la supuesta ausencia de disposición específica en el texto de la Constitución:

“En el caso que nos ocupa existe un vacío en la Constitución formal, en la Constitución escrita de nuestro país y aquí la costumbre cumple una función de integración del ordenamiento constitucional al regular lo referente a la actuación de los Viceministros.”[37]

Esto indica, curiosamente, también pese a la pretendida ruptura con las modalidades de interpretación legal, que la Corte ha justificado la costumbre de la misma forma en que la tradición formalista y lego-céntrica propone: únicamente, ante el vacío. Lo que falsea el resultado de la operación, sin embargo, es tanto la falta de un llamado textual al recurso a la costumbre, que existe en el Código Civil, como la identificación de vacíos constitucionales inexistentes.

Por otro lado, la idea de que el rol de los viceministros se haya admitido como costumbre constitucional no es original de nuestra Corte. Como ocurre con otros elementos del bloque, aquí se ha renunciado a reconocer las soluciones de la tradición jurídica en general, como de la jurisprudencia panameña. En el caso concreto de la sustitución de los Ministros de Estado por los Viceministros, figuras no contempladas en la Constitución Política, es la experiencia alemana del siglo XIX, analizada por Laband, la que propuso la solución al problema.[38] Para Laband, la admisión del refrendo de los actos del jefe de Estado (el Káiser) por un funcionario distinto del jefe de Gobierno (el Canciller), cuando la Constitución Alemana disponía únicamente que correspondía a éste, produjo un cambio constitucional que él describía como “mutación constitucional”:

“La Constitución del Reich sólo menciona la existencia de un ministro –canciller- que daba validez a los actos del Kaiser con su refrendo. De la capacidad de refrendo se desprendía que el Canciller era el responsable de la acción política del Estado. Sin embargo, para Laband, la extensión y la diversidad de la administración del Reich hizo que esta función fuese tan amplia como irrealizable por lo que, en la práctica, se admitió que el refrendo pudiese ser realizado por los jefes de las administraciones del Reich. En 1879 se crea por ley la figura del Generalvestreter (Lugarteniente) al que se le facultaba asumir todas las obligaciones y responsabilidades del Canciller relacionadas a la administración del Reich en casos especiales o para suplencias específicas. En la práctica el Generalvertreter fue nombrado sin que estas circunstancias ocurrieran.”[39]

Sin embargo, la simple adopción de esta salida propuesta en el siglo XIX –aunque la Corte Suprema de Justicia nos la presente como novedosa- demuestra, más que la falta de creatividad de nuestros Magistrados, la negación de soluciones mucho más sencillas y convincentes. No sólo se trata de que el derecho legislado panameño sí había admitido la figura del viceministro –con lo cual había base jurídica positiva para su fundar su juridicidad - sino que la designación de viceministros como servidores públicos que acompañan en sus tareas a los Ministros, y le reemplazan en sus faltas, es en sí un derivado natural de la facultad constitucional del Presidente de la República de designar a los Ministros. Nunca han sido figuras privadas de fundamento constitucional, aún y cuando no se les mencione expresamente en la Constitución.

De hecho, la inicial observación de Laband sobre los cambios constitucionales producidos por desarrollos legislativos corresponde, como la doctrina posterior ha aclarado, no a mutaciones del sentido normativo del texto constitucional, sino a la concreción legislativa de disposiciones constitucionales que admiten ese desarrollo. Distinto sería el caso de auténticas costumbres constitucionales, en el sentido de la producción de reglas de derecho constitucional a partir de la interacción no formalizada de Órganos del Estado, que en el mejor de los casos tendría siempre como límite el texto de la Constitución.[40]

El asunto de los ministros y viceministros, aparentemente tan simple, tiene posibilidades sin embargo de continuar causando controversias en Panamá. Me refiero al otorgamiento del carácter y tratamiento de Ministro a otros funcionarios públicos, sobre lo que no hay un pronunciamiento jurisdiccional definitivo. Un asesor de un Presidente de la República, quien fuera designado “con rango de Ministro de Estado” por el Decreto No. 3 de 9 de febrero de 1994, dio pie a la controversia sobre los llamados “Ministros sin cartera”. Su designación no sólo involucró la asistencia del mencionado asesor a las sesiones del Consejo de Gabinete, sino su participación activa en los debates y el ejercicio del derecho al voto, al tiempo que procedió a suscribir los Decretos de Gabinete expedidos durante el período, en igualdad de condiciones con los restantes Ministros de Estado.[41]

En el interim se introdujo el Título constitucional sobre el Canal de Panamá, que prevé la designación por el Presidente de la República de uno de los miembros de la Junta Directiva de la Autoridad del Canal de Panamá, quien “tendrá la condición de Ministro de Estado para Asuntos del Canal”. Después de 2004 se le ha pretendido dar la condición de Ministros de Estado a otros funcionarios, en concreto, directores de entidades autónomas.[42]

La Corte Suprema de Justicia también ha admitido como costumbre constitucional la subscripción de “acuerdos simplificados”, es decir, arreglos bilaterales internacionales no aprobados mediante ley.[43] En Panamá no existe la laguna o el vacío que justifique el recurso a la costumbre como fuente de derecho en éste caso. De hecho, en la Constitución existe un procedimiento expreso para la aprobación de instrumentos internacionales, que no distingue entre tratados o convenios y acuerdos simplificados. Es decir, dispone el mismo procedimiento para la aprobación de todos ellos.

Pero, incluso si se admitiera que existe una costumbre de subscripción de “acuerdos simplificados”, la tesis de la Corte se extiende más allá a la formalidad del trámite de los convenios internacionales, que exigen la aprobación de la Asamblea Nacional. La exención de las reglas constitucionales en la posición de la Corte se extiende de hecho a otras prohibiciones constitucionales. Materialmente, se observa que dichos acuerdos vulneran los principios de estricta legalidad tributaria y penal. Bien pudo admitir la Corte los acuerdos simplificados como forma de la República para comprometerse internacionalmente, siempre que esos compromisos respetaran los límites trazados por el texto de la Constitución a toda política estatal.

Dicho de otra forma: Se reputaría constitucional la facultad de comprometer al Estado por vía de acuerdos simplificados pero, en la medida que se equiparan esos acuerdos a las leyes que aprueban Convenios Internacionales–y no a la Constitución-, deberían respetarse los límites materiales a los que también deben ceñirse dichas leyes. Si no se entiende así, lo que ocurre es que puede ignorarse o cambiarse la Constitución a través de un instrumento menos formal que el necesario para aprobar la Ley. Esto, sin negar la grave lesión que se produciría sobre el concepto de Ley.

Una costumbre constitucional como la que reconoce la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, admitida pese al mandato constitucional expreso, se presenta no sólo contraria al texto de la Constitución vigente, sino que pretende la suplantación del constituyente. Paradójicamente, mientras la propia Corte admitía como costumbre la violación de la Constitución, señalaba que la costumbre constitucional integra el bloque de constitucionalidad “siempre que no contraríe el texto de la Constitución”.[44]

Al igual que sucede en la interpretación legal, cuyos métodos aplica la Corte Suprema de Justicia pese a la introducción de modalidades específicas de interpretación constitucional, la costumbre es una fuente supletoria del derecho expedido formalmente. En la medida que ese derecho positivo es claro, no debería burlarse su sentido, so pretexto de vacíos inexistentes, para introducir contenidos materiales nuevos a la Constitución.

El rol que Hoyos se atribuye (en tanto juez constitucional que era) en la génesis de la costumbre constitucional como parte de nuestra Constitución Política, presenta además el frente más discutible de su propuesta de incluir la costumbre en el bloque de constitucionalidad:

“El reconocimiento de costumbres constitucionales dentro de nuestro sistema jurídico ha supuesto una actualización del mismo a realidades que han precedido a la Constitución vigente desde 1972. Las sentencias antes mencionadas revelan un aumento en el grado de creatividad de nuestros jueces constitucionales y son un desarrollo importante de nuestra interpretación constitucional como un proceso creador.”[45]

Es oportuna aquí la clarificación de Kelsen, quien desarma la pretensión de quienes suponen que la costumbre, cuando es una legítima fuente de derecho, nace con su reconocimiento judicial:

“La afirmación de que una norma consuetudinaria sólo se convierte en derecho por reconocimiento de parte del tribunal que la aplica, no es más ni menos correcta que la misma afirmación hecha con referencia a un precepto expedido por el legislador. Cada uno de esos preceptos es derecho “antes de recibir el sello del reconocimiento judicial”, ya que la costumbre es procedimiento de creación jurídica en el mismo sentido que la legislación. La diferencia real entre el derecho consuetudinario y el legislado reside en que el primero es una creación descentralizada, en tanto el segundo es una creación centralizada de normas jurídicas. El derecho consuetudinario es creado por los individuos sujetos a las normas establecidas por ellos, mientras que el legislado es creación de órganos especiales instituidos al efecto.”[46]

Debo hacer un comentario adicional sobre la práctica reiterada, frecuente, idéntica y pública de las costumbres constitucionales, pues según Sánchez Urrutia correspondería a los órganos constitucionales, y no a la generalidad. Según Sánchez Urrutia:

“No puede considerarse como agente generador de las costumbres a la población en general, sino sólo a los órganos constitucionales.”[47]

Esta concepción, por lo tanto, difiere de la costumbre llamada a integrar la legalidad en Panamá, al menos en dos aspectos: el límite explícito de la moral cristiana (al que debe sujetarse la costumbre que integra la legalidad) y que no existe para la costumbre constitucional (sin perjuicio de que pueda construirse sobre la base de otras disposiciones de la Constitución), y los partícipes del consenso, que es la generalidad en un caso, y los órganos constitucionales, en otro.

Sin embargo, en la medida que existe una comunidad de intérpretes constitucionales más amplia, resulta apropiado reconocer que opera con la costumbre constitucional la misma lógica de la costumbre que integra la legalidad, en el sentido de restringir el sentido de la generalidad al ámbito en el que se genera la costumbre, admitiendo en algún supuesto incluso la necesidad de identificar “generalidad” con el conjunto de la sociedad.

El Derecho Internacional de los Derechos Humanos

Cuando se plantea la inclusión en el bloque de constitucionalidad de normas de derecho internacional, se hace con expreso carácter restrictivo.[48] El introductor del bloque en Panamá lo señala categóricamente:

“Yo sostengo que, en Panamá, las normas de derecho internacional, como regla general, no forman parte del bloque de constitucionalidad. Únicamente podrían integrar ese bloque algunos derechos civiles y políticos fundamentales en nuestro Estado de Derecho.”[49]

Hoyos apoya este elemento del bloque en el artículo 4 de la Constitución, que señala que la República acata las normas de derecho internacional. Si nos guiamos por el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, Anexo a la Carta de Naciones Unidas, el derecho internacional está integrado por una variedad de fuentes, de las que los convenios internacionales es únicamente la principal. Adicionalmente, aparece la costumbre internacional, los principios generales del derecho, y las decisiones judiciales y doctrinas de los publicistas de mayor competencia (artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia). Es decir, si el artículo 4 de la Constitución Política panameña indica que se acata el derecho internacional, debería suponerse que se acata la totalidad del derecho internacional que nos compromete, incluyendo ciertamente los convenios subscritos, aprobados y ratificados, pero también las otras fuentes de derecho internacional.

La incoherencia de apoyarse en el artículo 4 de la Constitución Política, cláusula que es muy amplia, y restringir acto seguido su eficacia a normas convencionales debidamente aprobadas y ratificadas, salta a la vista. Sin embargo, donde es más grotesca la incoherencia es cuando se limita la integración al bloque, dentro de los convenios internacionales, a aquellos convenios que traten de derechos humanos, y dentro de éstos, a las cláusulas en materia de algunos derechos civiles y políticos.

La exclusión de los convenios internacionales en general, supone por ejemplo, que convenios internacionales directamente mencionados en el texto de la Constitución Política, entre ellos los de límites territoriales con Costa Rica y Colombia (artículo 3 de la Constitución), no formarían parte del bloque de constitucionalidad.

La exclusión de las cláusulas de los convenios de derechos humanos que no se refieran a derechos civiles y políticos, por otro lado, establece claramente el horizonte ideológico y de ésta construcción jurídica.

Por último, la ocasión óptima para distinguir el estatus constitucional de un instrumento internacional de derechos humanos, en concreto la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en el marco del contraste entre la Convención y la Ley 25 de 1990, sirvió para que la Corte estableciera un pronunciamiento contrario a la tesis inicial, determinando el carácter tan sólo legal de los convenios internacionales de derechos humanos. Efectivamente, la Corte llegó a decir expresamente, después de adoptar la doctrina del bloque, que los convenios “formalmente sólo tienen valor de Ley: carecen pues, de jerarquía constitucional.”[50] En la práctica, esa ha sido la tesis predominante en la Corte, pese a que en la jurisprudencia subsiguiente se recuperara la limitadísima posición inicial.

Lo auténticamente paradójico es que mientras se limita el carácter de los convenios internacionales subscritos, aprobados y ratificados por Panamá, a su jerarquía legal –salvo excepción que reconoce jerarquía constitucional de una cláusula de un convenio sobre derechos humanos- se reconoce constitucional, por vía de la costumbre, la práctica de subscribir instrumentos internacionales bilaterales, ninguno de ellos sobre derechos humanos, en violación de las normas expresas del texto de la Constitución, que disponen su necesaria aprobación legislativa. Esto, pese a que simultáneamente se afirma que una costumbre constitucional sólo se admitiría “siempre que no contraríe el texto de la Constitución”[51], tal y como he indicado en la sección correspondiente de este mismo ensayo.

Debo agregar, que tras la reforma constitucional de 2004 se agregó al artículo 17 de la Constitución Política una frase potencialmente enriquecedora de la Constitución: dice

“Los derechos y garantías que consagra esta Constitución, deben considerarse como mínimos y no excluyentes de otros que incidan sobre los derechos fundamentales y la dignidad de la persona.”

Una posible interpretación del artículo 17 y el artículo 4 de la Constitución, proporcionaría una base adicional para ampliar el catálogo de derechos de nuestra Constitución y para incluir los catálogos de derechos de los múltiples Convenios Internacionales de Derechos Humanos suscritos y ratificados por Panamá (sin perjuicio, además, de revisar la jurisprudencia sobre el valor programático del artículo 17 de la Constitución).

El Reglamento Orgánico del Régimen Interno de la Asamblea Nacional.

También ha sido cuestionada la incorporación al bloque del Reglamento Orgánico de la Asamblea Nacional, que se ha ido disolviendo en la jurisprudencia de la Corte, hasta perder todo significado práctico.[52]

La integración de las normas del Reglamento de la Asamblea en el bloque de constitucionalidad estuvo limitada desde su origen, a las que regulan la función legislativa: Mediante pronunciamiento de 16 de octubre de 1991, la Corte Suprema de Justicia señaló que

“...ciertas normas del Reglamento de la Asamblea Legislativa pueden integrar parte del bloque de constitucionalidad de Panamá. Tales normas son las que se refieren exclusivamente al ejercicio de la función legislativa de la Asamblea, y ellas constituyen parte integrante del parámetro que utiliza la Corte Suprema para decidir sobre la constitucionalidad de las leyes. De esta manera, si una ley es aprobada por la Asamblea Legislativa en violación del procedimiento previsto en ese Reglamento, la consecuencia es que aquella puede ser declarada inconstitucional por vicio de forma que presenta la ley aprobada.”

Como se ve, también desde su origen, la del bloque de la constitucionalidad aparece como una doctrina inconsistente, dada la naturaleza también constitucional de las funciones judiciales y administrativas de la Asamblea, igualmente reguladas en el Reglamento, y a su exclusión del bloque de la constitucionalidad.

Precisamente, mediante el pronunciamiento citado la Corte Suprema de Justicia declaró inadmisible un recurso de amparo de garantías constitucionales contra la vulneración (según el accionante) del procedimiento parlamentario, en el trámite de un voto de censura propuesto contra un Ministro de Estado. Al margen de otras consideraciones jurídicas, que hacían inadmisible dicho recurso, resalta que la Corte argumentara que las normas del Reglamento supuestamente violadas

“...no atañen a la función legislativa de la Asamblea, sino a sus funciones administrativas, razón por la que no forman parte del bloque de constitucionalidad.”

Sin embargo, los alcances de la doctrina se ven reducidos aún más, de manera drástica, mediante fallo de 31 de enero de 1997, por el cual la Corte Suprema de Justicia consolidó una tesis jurisprudencial según la cual

“...el aspecto de relevancia constitucional lo constituye el hecho, necesario, de que el proyecto sea discutido en tres días, en debates distintos, y que el mismo sea aprobado por las mayorías requeridas constitucionalmente, dependiendo de si se trata de leyes orgánicas u ordinarias, clasificación a la cual se refiere el artículo 159 de la Constitución Política. Las irregularidades, tanto en las incidencias de la discusión y formación de las leyes, y en su consignación en las respectivas actas, no tienen trascendencia constitucional, a menos que se acredite fehacientemente que tales anomalías o irregularidades reflejen que el proyecto no fue discutido en tres sesiones distintas llevadas a cabo en días diferentes, y que su aprobación se haya realizado por las mayorías que requiere la aprobación de las leyes ordinarias y orgánicas, respectivamente.”

Se constata entonces una evolución de la versión de la doctrina de bloque de la constitucionalidad panameño que reduce notablemente su alcance. De hecho, luego de llegar a este punto pareciera que sólo formarían parte del bloque las normas del Reglamento relativas a los días de debate necesarios y a las mayorías requeridas para la aprobación de leyes, mismas que ya están consagradas en la Constitución Política en sentido documental, por lo que el reconocimiento del bloque deviene redundante.

Una primera observación, que permite identificar una de las causas de la debilidad de la construcción jurisprudencial de la Corte Suprema en este respecto, es que el trasplante de la doctrina del bloque se hizo sin atender a las implicaciones de la forma de Ley que adopta el Reglamento en nuestro ordenamiento jurídico, tomando en cuenta que el principio de auto-normatividad de la Asamblea Nacional no tiene una expresión clara en nuestro Derecho positivo constitucional. La ausencia de una elaboración jurisprudencial que reconozca especialmente una reserva material a favor del Reglamento de la Asamblea Nacional, es sólo el corolario de esa situación.

Al parecer, una convincente incorporación del Reglamento de la cámara panameña al bloque de la constitucionalidad depende de que se pueda formular, con los materiales jurídicos disponibles, un argumento sólido sobre la reserva constitucional a favor del Reglamento, lo que a su vez haría más viable un desarrollo jurisprudencial apoyado al menos sobre las disposiciones que fundamentan nuestro Estado Democrático de separación de los poderes (que supone el principio de auto-normatividad de la cámara).

La Jurisprudencia Constitucional de la Corte Suprema de Justicia.

Uno de los elementos más problemáticos de la doctrina del bloque de la constitucionalidad, es la adopción del principio de continuidad de la jurisprudencia constitucional en la forma de precedentes obligatorios. Como puede observarse, se trata reconocer la creación judicial de derecho constitucional, y el carácter vinculante de la doctrina constitucional, que la Corte ha utilizado al asumir, en la práctica, un rol constituyente.[53]

En lo que respecta a si la jurisprudencia constitucional es fuente de derecho, o lo que es lo mismo, respecto a si la Corte Suprema de Justicia crea derecho, Hoyos ha afirmado, en una opinión que data al menos desde 1982, lo siguiente:

“En Panamá la respuesta a la pregunta sobre si la jurisprudencia debe ser considerada como una fuente de Derecho, no es, a nuestro juicio, uniforme. Existe determinado tipo de decisiones de la Corte Suprema de justicia que tienen en nuestra opinión el carácter de fuente de Derecho si se entiende por ésta la vinculabilidad de esas decisiones para otros jueces o Magistrados en el futuro. Nos referimos al caso previsto en el Artículo 206 de la Constitución Nacional en la cual se señala que las decisiones de la Corte en ejercicio de las atribuciones señaladas en esa norma (guarda de la integridad de la Constitución, del ejercicio de la jurisdicción Contencioso-Administrativa y de juzgamiento de los diputados, según la reforma constitucional de 2004) son “finales, definitivas, obligatorias”... “y deben publicarse en la Gaceta Oficial”. Las decisiones que tome la Corte en ejercicio de estas atribuciones vinculan no sólo a los inferiores de los Magistrados de la Corte, sino a la misma Corte Suprema de Justicia en el futuro confrontada con una decisión sobre la misma materia jurídica sobre la cual versó la decisión anterior. Por lo tanto, si se sigue el criterio de la vinculabilidad determinadas decisiones de la Corte, o precedentes “serían fuente de Derecho”.[54]

La tesis así formulada es claramente defectuosa. Los aspectos que determinan su incorrección, son dos: el texto de la Constitución, y la operación que equipara la obligatoriedad del fallo a la obligatoriedad de los precedentes.

El primer aspecto se refiere a lo que cita Hoyos como fundamento en el texto de la Constitución Política de la República de Panamá. El pasaje correspondiente dice:

“Las decisiones de la Corte en el ejercicio de las atribuciones señaladas en este artículo son finales, definitivas, obligatorias y deben publicarse en la Gaceta Oficial.”

El texto de la Constitución, por lo tanto, se refiere a las decisiones. La doctrina constitucional contenida en los fallos no es final, definitiva ni obligatoria, sino las decisiones. Esto es perfectamente conforme a nuestro sistema jurídico, en la medida que se espera que las decisiones de la Corte sean acatadas, pero no se exige a la Corte vinculación a sus fallos anteriores, ni se sanciona a los jueces que se apartan de la jurisprudencia de sus superiores (aunque puedan esperar que sus decisiones no sean confirmadas por los jueces de alzada).

El segundo aspecto, vinculado estrechamente con el anterior, es un grave problema conceptual que exhibe el planteamiento inicial de Hoyos. El carácter de la sentencia de constitucionalidad es final, porque no admite un nuevo juicio de constitucionalidad contra el acto atacado, es definitiva, porque no admite recursos adicionales en la misma causa, y es obligatoria, porque debe ser acatada por sus destinatarios (en caso contrario, se derivaría una violación del ordenamiento jurídico).[55] De esta descripción no puede derivarse que la jurisprudencia constitucional sea fuente de derecho, ni que el texto de la Constitución Política haya establecido una doctrina de precedentes obligatorios.[56]

La “vinculación” es la exigencia a un tribunal de que en casos similares sostenga el mismo criterio jurisprudencial establecido previamente por él mismo o por un tribunal superior. Es la doctrina de los precedentes obligatorios. Esto implica reconocer a la jurisprudencia como fuente directa de derecho.

Al respecto, la ley panameña expresamente excluye la vinculación a los precedentes en los procesos sobre la legalidad de sentencias (casación), pese a que actualmente son resueltos por Salas de la Corte Suprema de Justicia, y aunque la ley dispone, sobre los fallos de las Salas, la misma caracterización de “finales, definitivas y obligatorias” que la Constitución dispone para las decisiones de la Corte. ¿Cómo podemos conciliar por tanto que los fallos de las Salas sean finales, definitivos y obligatorios, pero que las sentencias de casación no sean vinculantes? Sencillo: como hemos examinado en los párrafos previos, una cosa no tiene que ver con la otra.

La propuesta inicial de Hoyos se hace especialmente problemática ante la falta de distinción entre la motivación de la sentencia y su parte resolutiva. Si se hace esa distinción, y dado que un efecto de las sentencias estimativas es la desaparición del ordenamiento jurídico de la disposición legal atacada (por ejemplo), debe admitirse el elemento obligatorio consistente en la imposibilidad de aplicar dicha disposición por quien hubiera derivado de ella una facultad o derecho. Las sentencias estimativas, en éste sentido, son claramente obligatorias. Por su parte, las sentencias desestimatorias no producen mayores efectos que consolidar la obligatoriedad de la norma inútilmente impugnada por inconstitucional, y su presunción de constitucionalidad, ambas que pre-existían al hecho de la sentencia.

Sin embargo, el elemento obligatorio propio de la parte resolutiva de las sentencias estimativas no se extiende a otros procesos de constitucionalidad en los que se ataque una disposición diferente, aunque sea atacada por motivos idénticos, por ejemplo, por violar el mismo artículo de la Constitución Política. Analíticamente, esto equivaldría a confundir la obligatoriedad de la parte resolutiva de un fallo con la obligatoriedad del fallo en su conjunto, incluyendo la parte motiva, y en última instancia, con el precedente obligatorio.[57]

Las razones de una sentencia (ratio decidendi) en materia de constitucionalidad, ciertamente, forman parte de una reflexión constitucional potencialmente muy valiosa para los operadores jurídicos. Sin embargo, la doctrina contenida en los fallos no puede ser considerada vinculante, sobre la base del fundamento propuesto por la Corte al adoptar la doctrina del Bloque. Así quedó registrada dicha doctrina:

“la doctrina constitucional sentada por el Pleno de la Corte Suprema de Justicia en sentencias constitucionales, al ser declarada de carácter definitivo y obligatorio por el art. 203 de la Constitución Política, es un elemento integrante del bloque de constitucionalidad, siempre que sea compatible con el Estado de Derecho y sin perjuicio de la potestad de la Corte de variar la doctrina cuando exista justificación suficiente para ello"[58]

Como se observa, primero se da un paso en falso: la Constitución no da a la doctrina constitucional carácter definitivo y obligatorio. Luego, se resbala: se deriva de eso la integración de la jurisprudencia constitucional en el bloque de la constitucionalidad. Por último, se cae: se admite que la Corte mantiene plena discrecionalidad para dotar de contenidos diversos a ese elemento del bloque, apropiándose así ilegítimamente de competencias constituyentes.

Los frágiles fundamentos de esta doctrina la hacen incoherente. Una teoría del precedente debe atender adecuadamente al menos tres problemas fundamentales: el de la construcción de la jurisprudencia (en la que un único y aislado precedente no podría por sí solo resultar vinculante), la previsión de las condiciones bajo las cuales puede producirse legítimamente un cambio de la jurisprudencia, y las consecuencias de un cambio ilegítimo de la jurisprudencia. En Panamá, ninguna de estas condiciones está presente en la formulación ni en el desarrollo de la doctrina de la jurisprudencia constitucional como fuente de derecho, ni en su versión tradicional, ni en su integración al Bloque de Constitucionalidad. La única frase pertinente enunciada al introducirse la doctrina del Bloque, la que señala que se requiere “justificación suficiente” para variar la doctrina de la Corte, no es la excepción, y sólo recientemente, en el conocido fallo sobre los Indultos Presidenciales, de 2008, se ha expresado explícitamente que los abogados pueden argumentar y los Magistrados deben reflexionar, sobre la “justificación suficiente” en la etapa de admisión de una demanda contra una ley sobre la que haya un pronunciamiento de constitucionalidad.[59]

En contraste, el sistema de derecho judicial anglosajón presenta al menos formalmente los mecanismos de distintion y de overruling, para promover el seguimiento de los precedentes, o para forzar, en caso de su abandono, la fundamentación adecuada del nuevo criterio jurídico, o la descripción del problema en términos que lo distingan de los anteriores, justificando una solución jurídica diferente.

Además, la Corte ha pretendido implicar que el efecto erga omnes se extiende, al igual que la obligatoriedad de los fallos, a las razones de los fallos, y en ese orden, al sentido que otorga la Corte al texto de la Constitución Política, de forma que queda fijado y resulta coactivamente exigible para todos los ciudadanos, y en especial, para los agentes estatales democráticamente conformados, como la Asamblea Nacional, de ahí y en adelante, hasta que la Corte vuelva a pronunciarse en sentido diferente.

Conviene tener presente que la tarea de un tribunal constitucional, al menos en un Estado Democrático, es atender a la forma en que la representación democrática da concreción al sentido de las disposiciones constitucionales, y únicamente cuando esa concreción desborda el margen de lo dispuesto por el texto decidido por el constituyente, declararlo inconstitucional y expulsarlo del ordenamiento. No es tarea del tribunal constitucional suplantar al constituyente, negando el sentido de lo dispuesto en la Constitución, ni suplantar a la Asamblea Nacional, imponiendo su interpretación judicial a la interpretación de la Constitución gestada por el legislador democrático.

Pero, ¿cuál es el punto de apoyo de ésta doctrina? Como puede observarse en el fallo introductorio del bloque de constitucionalidad, el punto de apoyo es exactamente el mismo que exponía Hoyos en su trabajo de 1984 (y que ya había sido ampliamente discutido por Pedreschi, en 1964). Persiste por tanto el mismo y débil fundamento, y siguen valiendo las mismas observaciones críticas sobre la forma en que impacta en nuestro ordenamiento jurídico.

Debo agregar que la “doctrina constitucional” está incluida en el artículo 13 de nuestro Código Civil, como fuente del derecho. Dice el Código Civil que ante el vacío legal, “se aplicarán las leyes que regulen casos o materias semejantes, y en su defecto, la doctrina constitucional, las reglas generales del derecho, y la costumbre...” Debido al significado que la frase “doctrina constitucional” tuvo en la práctica jurídica colombiana, de la cuál es tomada, se requieren algunas precisiones.

La Ley 153 de 1887, aplicable en Panamá en los primeros años de la República, disponía en su artículo 8º reglas para seguir en ausencia de ley aplicable a un caso determinado. Hasta la aprobación del Código Civil de 1916, ésta disposición exigía como necesario el recurso sucesivo a la analogía legis, a las reglas generales de derecho (entendidas como conceptos jurídicos extraídos del ordenamiento jurídico) y a la doctrina constitucional. Sin embargo, la teorización clásica, en un entorno ausente de control constitucional de las leyes, no resolvía adecuadamente el alcance de la idea de doctrina constitucional.

En Colombia los intérpretes liberales entendían por doctrinas constitucionales las doctrinas contenidas en, o extraíbles del, texto de la Constitución (lo que empataba bien con el conceptualismo jurídico predominante). Pero, a partir del establecimiento del control de constitucionalidad de las leyes en ese país (en 1910), pudo expandirse este sentido para abarcar las doctrinas de la Corte Suprema de Justicia (una evolución que parece consolidada en Colombia alrededor de 1995). En Panamá, la justicia constitucional, aunque no concentrada, se conforma desde la aprobación de los Códigos en 1916, pudiendo desarrollar una evolución doctrinal similar a la colombiana.

El artículo 12 del Código Civil[60], que señaló que “cuando haya incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, se preferirá aquella”, significó un cambio trascendental respecto a la correlativa disposición colombiana. Por lo tanto, desde 1917, y desde 1941 con garantías adicionales, la aplicación de la Constitución es prioritaria sobre la ley. Por lo tanto, no puede argumentarse que la disposición del Código Civil relativa a las fuentes que suplen los vacíos legales (el artículo 13) no puede entenderse como que subordina el texto de la Constitución al texto de la Ley. Sin embargo, queda el sentido que equipara la doctrina constitucional a las doctrinas contenidas en los pronunciamientos constitucionales de la Corte Suprema de Justicia.

Identificando “doctrina constitucional” exclusivamente con la doctrina contenida en la jurisprudencia constitucional de la Corte Suprema de Justicia, queda ésta ubicada, correctamente, como una concreción del sentido de la Constitución que no puede superponerse al sentido de la Constitución concretado por el legislador democrático, pero que sí puede completar dicho sentido en ausencia de concreción legislativa.

Reflexión Final

La identificación de la Constitución con el texto de la Constitución escrita, es el punto de partida de la reflexión relativa a la Constitución que corresponde a nuestra teoría tradicional de la interpretación jurídica.

Sin embargo, la insuficiencia del derecho escrito para producir respuestas exactas e inequívocas a todos los problemas jurídicos es una realidad que afecta por igual a la Constitución y a la Ley. En ese sentido es perfectamente comprensible que los responsables de aplicar el derecho articulen estrategias tendentes a llenar los vacíos del ordenamiento positivo. En Panamá, una de esas estrategias, referidas al texto de la Constitución, pudo ser la ampliación del concepto de Constitución, mediante la adopción de la doctrina del bloque de constitucionalidad. Ésta doctrina se tomó del derecho constitucional extranjero, sin atender a las auténticas necesidades de nuestro ordenamiento jurídico ni a las potencialidades interpretativas que ofrece nuestra Constitución.

Ante la supuesta necesidad de expandir el concepto de Constitución, la Corte Suprema de Justicia dota al bloque de algunos elementos, como el Estatuto de 1989, o las normas derogadas de la Constitución de 1946, que lejos de aportar un enriquecimiento de nuestra jurisprudencia constitucional niegan su propia historia. Pareciera que se pretende construir ex novo una justicia que ya tenía –enmarcada en la cultura jurídica regional - soluciones funcionales para esos viejos problemas, como el derecho en períodos de turbulencia política, o la sucesión de normas constitucionales. Sin embargo, si atendemos a los detalles, otros son los intereses que juegan a favor de los resultados que produjo esa Corte en los casos concretos en los que aportó sus supuestas “innovaciones”.

La costumbre constitucional, tampoco ha estado bien formulada como elemento del bloque. Esencialmente, los casos en que la Corte ha dado uso al bloque proponiendo la existencia de una costumbre constitucional son 1. El caso de los viceministros, en los que es plausible una interpretación constitucional basada en el texto de la Constitución y otros materiales positivos; 2. El caso de los acuerdos simplificados; sobre los que hay disposiciones expresas en la Constitución, para el trámite de los convenios internacionales. Es decir, casos en los que no hay el vacío constitucional indispensable para argumentar a favor de la introducción de fuentes complementarias al texto de la Constitución.

Además, el dato que aporta Hoyos al reconocer únicamente las costumbres constitucionales aceptadas por la Corte Suprema de Justicia, ubica bien las pretensiones generales, teóricas e ideológicas, de la doctrina panameña del bloque.

En lo que respecta al Reglamento Orgánico del Régimen Interno de la Asamblea Nacional, el principal problema como elemento del bloque es que el trasplante de dicha doctrina se hizo sin tomar en cuenta las implicaciones de la forma de Ley que adopta el Reglamento, desestimando una ponderación adecuada del principio de auto-normatividad del Órgano Legislativo. La reserva material a favor del Reglamento de la Asamblea Nacional, a partir de 2004 expresa respecto a la discusión de la Cuenta General del Tesoro, está implícita en la regulación constitucional de nuestro Estado de Derecho y pudo ser el punto de apoyo de un argumento a favor de la inclusión del Reglamento en el bloque, mucho más sólido que el mero voluntarismo ofrecido por la tesis de la Corte Suprema de Justicia.

Respecto a las potencialidades interpretativas de nuestra Constitución, se ha dejado de lado, por ejemplo, el sentido de algunas disposiciones expresas, como la remisión a leyes específicas, tales como los tratados de límites con nuestros vecinos, mencionados en el artículo 3 de la Constitución, o las disposiciones contenidas en el artículo 6 sobre los símbolos de la Nación adoptados por la Ley 34 de 1949. ¿Formarían esas Leyes parte del bloque de constitucionalidad?

También se niegan otras vías interpretativas, en particular, las relativas a los principios de derecho. Entre los que se mencionan como expresamente como tales –indudablemente son muchos más – se observa que el artículo 28 de la Constitución Política establece que el sistema penitenciario se funda en principios de seguridad, rehabilitación y defensa social. El artículo 91 indica que la educación es democrática y fundada en principios de solidaridad humana y justicia social. El artículo 138 establece que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos estarán fundados en principios democráticos. El artículo 147 ordena que haya circuitos uninominales y plurinominales para la elección de Diputados, y que se garantice el principio de representación proporcional. El artículo 203 establece que la designación de Magistrados se hará de acuerdo al principio de nombramientos escalonados. El artículo 215 dispone que las leyes procesales deben inspirarse, entre otros, en los principios de simplificación de los trámites, economía procesal y ausencia de formalismos. El artículo 233 ordena que el Estado realice el proceso de descentralización, en base a los principios de autonomía, subsidiaridad, equidad, igualdad, sostenibilidad y eficiencia. Según el artículo 298, el Estado velará por la libre competencia económica y la libre concurrencia en los mercados, siendo que las leyes fijarán las condiciones que garanticen estos principios. El título XI de la Constitución, sobre los servidores públicos, tiene un Capítulo 2º denominado “principios básicos de la administración de personal”, y un Capítulo 3º, sobre la organización de la administración de personal, uno de cuyos artículos, el 305, dispone las carreras públicas instituidas “conforme a los principios del sistema de méritos”.

Todos los derechos fundamentales, además, desde una perspectiva que ha sido popularizada por Alexy, no sólo deben ser identificados como principios, sino que a ellos les corresponde una metodología interpretativa que resulta diferente de la aplicada en la interpretación de reglas. Las posibilidades interpretativas de nuestra Constitución Política, a partir de estos desarrollos doctrinales, que también han sido receptados –aunque insuficientemente- en nuestra doctrina nacional, son negados por el uso mecánico del bloque de constitucionalidad.

En la operación actual de la justicia constitucional, además, se ve perjudicado el fundamento democrático de nuestro Estado de Derecho, y la racionalidad de nuestro sistema jurídico.

Como se observa a lo largo de éste artículo, la doctrina del bloque no ha servido a la causa que invoca como justificación. En lugar de completar vacíos constitucionales, ha servido para contradecir el mandato expreso del constituyente. En éste sentido, la expansión del concepto de Constitución sirve al propósito antidemocrático de privar al legítimo titular del poder constituyente de la determinación de lo que es o no constitucional, a través de sus representantes electos. Así, mientras que algunos giros de la doctrina parecen simplemente caprichosos o inocuos, otros contradicen abiertamente el texto de la Constitución, excluyendo del control democrático a convenios internacionales que afectan derechos fundamentales y prerrogativas estatales (sobre la base de la costumbre constitucional), o limitando las posibilidades de expansión del catálogo de derechos fundamentales exclusivamente a los que se encuentran en la agenda del liberalismo individualista (en el uso incoherentemente limitado de la incorporación al bloque de algunos artículos de algunos convenios internacionales).

El más significativo de los trastornos a nuestro ordenamiento jurídico proviene sin embargo, de la inclusión de la jurisprudencia de la Corte Suprema en materia constitucional, como elemento integrante del bloque. Éste sólo aspecto, cuya génesis he expuesto, introduce una nueva teoría del precedente judicial, y admite subrepticiamente la creación judicial del derecho, en contra de la cultura jurídica local. Lo hace, además, mientras se introduce un giro importante en la metodología de la interpretación constitucional –sobre lo que expongo en otro lugar- que potencia la discrecionalidad absoluta de la actividad jurisdiccional, desprendida ya de todo límite formal y técnico. Estos aspectos, que pudieron servir como mecanismos de renovación de la justicia constitucional, no solamente están mal fundamentados, tal y como se ha demostrado (aquí, únicamente respecto de la doctrina del bloque), sino que han servido en la práctica para contrarrestar los aspectos más democráticos del texto de la Constitución Política.
[1] Ver: Dworkin, Ronald. El Imperio de la Justicia, Gedisa, Barcelona, 1988, p. 35 y ss.
[2] El principio de la supremacía constitucional es el único que menciona, como fundamento del Derecho Procesal Constitucional, Rigoberto González Montenegro. Esto contrasta con la pluralidad de principios que para la interpretación y aplicación del derecho constitucional, propondrán otros juristas locales que examino en las páginas siguientes. Ver: González Montenegro, Rigoberto. Curso de Derecho Procesal Constitucional, Panamá, 2002, p. 28. Molino Mola, aunque no le da un tratamiento idéntico a la supremacía constitucional, reconoce su prioridad: “...el primero y más sólido principio de esta nueva ciencia es el de la supremacía de la Constitución, sobre el cual giran la mayoría de los otros principios, que derivados de él o en desarrollo de sus consecuencias, traen como resultado una mejor y más completa comprensión de su estudio desde el punto de vista jurídico.” En, Molino Mola, Edgardo. La Jurisdicción Constitucional en Panamá, Editorial Jurídica Dike, Colombia, 1998, p. 91.
[3] Moscote, José Dolores. “¿Qué es una Constitución? Consideraciones Históricas”, p.8. Revista Lotería. No. 278-279, abril-mayo, 1979, p.6-12. El artículo había sido publicado originalmente en Moscote, José Dolores. Introducción al Estudio de la Constitución. La Moderna, Panamá, 1929. Examina además definiciones varias, como las de Bryce, Borgeaud o Cooley, para extraer de ellas un listado de características que serían típicas de las constituciones: son leyes fundamentales de carácter general orientadas por principios de filosofía política, principios que sirven tanto para configurar los derechos y obligaciones de las autoridades como aquellos de los individuos frente a la autoridad.
[4] Ibídem, p. 10-11.
[5] Moscote, José Dolores. El Derecho Constitucional Panameño, Op. Cit., p. 64.
[6] Pedreschi, Carlos Bolívar. El Control de Constitucionalidad en Panamá. Ediciones Fábrega, López, Pedreschi y Galindo, Panamá, 1965, p. 48-49.
[7] Quintero, Crítica a la Teoría Clásica del Poder Constituyente, p. 2. También publicado como Observaciones Críticas a la Teoría Clásica del Poder Constituyente, Anuario de Derecho, Año XXII, No. 25-26, 1996-97, p. 60-83.
[8] Quintero, Crítica a la Teoría Clásica del Poder Constituyente, Ibídem, p. 12.
[9] González Montenegro, Rigoberto. La Constitución: Su concepto, creación y reforma, p. 96, en Anuario de Derecho, No. 28, Año XXV, 1999, Panamá, p. 91-117.
[10] Ibídem, p. 94.
[11] Otra concepción de Constitución, por momentos lassalliana y schmittiana, es la de Goytía, a quien corresponde el siguiente pasaje: “Hasta los expositores de Derecho constitucional suelen confundir la Constitución política de un pueblo, que es un hecho real- evidenciado por la presencia de una voluntad constituyente- con el documento declaratorio de ese hecho… En este sentido puede afirmarse que la redacción de una carta fundamental, su discusión y aprobación, es un acto consecuencial, una investidura ritual en las transformaciones políticas; pero no es la Constitución misma.” Goytía, Victor Florencio. Las Constituciones de Panamá, Opus cit., p. 402.
[12] Hoyos, Arturo. La doctrina del bloque de constitucionalidad, El Panamá América, 20 de marzo de 1990. También: Hoyos, Arturo. El bloque de constitucionalidad en Panamá, El Panamá América, 2 de mayo de 1990.
[13] Sentencia del 30 de julio de 1990.
[14] Hoyos, Arturo. La Interpretación Constitucional, Editorial Temis, Santa Fe de Bogotá, 1993.
[15] Hoyos, Arturo. Ibídem, p. 98.
[16] Sobre el Bloque de la Constitucionalidad en Francia y España: Favoreu, Louis y Rubio Llorente, Francisco. El Bloque de la Constitucionalidad, Cuadernos Civitas, Primera Edición, 1991.
[17] Al reseñar la doctrina en Costa Rica, Hoyos se apoya en Hernández Valle, Rubén. La tutela de los derechos fundamentales, Costa Rica, p.133 a 146. Ver Hoyos, Óp. Cit, p. 96-97. La influencia del bloque “colombiano” se descarta, pues su formulación inicial, en sentido propio, es posterior a la entrada en vigor de la Constitución de 1991, mientras que la Corte Suprema de Justicia de Panamá data de sentencia de 30 de julio de 1990.
[18] Hoyos, Arturo. La Interpretación Constitucional, Op. Cit., pp. 108-109.
[19] Sánchez Urrutia, Ana. El Bloque de Constitucionalidad, Centro de Investigación Jurídica de la Universidad de Panamá, Panamá, 1997.
[20] De Otto, Ignacio. Derecho Constitucional. Ariel, Barcelona, 1995, p. 94.
[21] Fallo 9/69, de 6 de octubre de 1969, p. 248, con ponencia de Ricardo A. Valdés, ante demanda interpuesta por Roque J. Gálvez. Centro de Investigaciones Jurídicas, Jurisprudencia Constitucional, Tomo II (1966-1977), Panamá, 1979, p. 247-249. Parece que el argumento de la Corte conducía a la imposibilidad de considerar la constitucionalidad de nuevas normas “constitucionales”.
[22] Fallo de 23 de diciembre de 1970, ante consulta sobre la constitucionalidad del Decreto de Gabinete 342 de 31 de octubre de 1969. Centro de Investigaciones Jurídicas, Jurisprudencia Constitucional, Tomo II (1966-1977), Panamá, 1979, p. 326.
[23] Corte Suprema de Justicia. Sentencia del 28 de mayo de 1992. Registro Judicial del mes de mayo de 1992.
[24] Molino Mola, Edgardo. La Jurisdicción Constitucional en Panamá. Un Estudio de Derecho Comparado. Primera Edición. 1998. Pág. 440-441. También se reconoce los limitados casos en que los Decretos de Gabinete tienen fuerza de ley en períodos de normalidad constitucional. La referencia al artículo 195 de la Constitución corresponde a la numeración vigente hasta 2004; hoy se trata del artículo 200.
[25] Nino, Carlos Santiago. La validez del derecho, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1era edición 1985, 1era reimpresión, 2000, p. 89.
[26] Kelsen, Hans. Teoría General del Derecho y del Estado, tr. E. García Maynez, México, 1979, citado por Nino, Carlos Santiago, opus cit., p. 89.
[27] Nino, Carlos Santiago. La validez del derecho, opus cit., p. 91.
[28] Nino, Carlos Santiago, La validez del derecho, opus cit., p. 93. Corresponde aquí hacer el comentario de que el “principio de efectividad” aplicado al derecho internacional, y rastreable hasta Alberico Gentili y Hugo Grocio, tendrá la consecuencia de derivar el derecho de los hechos, o lo que es lo mismo, la consagración de la ley del más fuerte.
[29] Fallo 9/69, de 6 de octubre de 1969, p. 248, con ponencia de Ricardo A. Valdés, ante demanda interpuesta por Roque J. Gálvez. Centro de Investigaciones Jurídicas, Jurisprudencia Constitucional, Tomo II (1966-1977), Panamá, 1979, p. 249.
[30] Fallo de 30 de julio de 1990.
[31] De Vergottini, Giuseppe. Derecho Constitucional Comparado, Editorial Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1983, p. 190 a 191. Citado por la Corte Suprema de Justicia, en fallo de 14 de febrero de 1991.

[32] Fallo de 20 de diciembre de 1946. Registro Judicial No. 12 de diciembre de 1946, año XLIV, Vol. XLIV. Publicado en Centro de Investigaciones Jurídicas, Jurisprudencia Constitucional, Tomo I (1946-1965), Panamá, 1967, p. 20.
[33] Sánchez Urrutia, Ana. Las Costumbres Constitucionales. Anuario de Derecho, Año XXII, No. 25-26, 1996-97, p. 106-125.
[34] Hoyos, Arturo. La Interpretación Constitucional, Op. Cit., p. 101.
[35] Sánchez Urrutia, Ana. Las Costumbres Constitucionales. P. 115. En Anuario de Derecho, Año XXII, No. 25-26, 1996-97, p. 106-125.
[36] Amparo de garantías constitucionales propuesto por Roberto H. Clarke y otros contra la orden de hacer contenida en la Resolución Nº 98-DM-91 dictada por el Viceministro de Trabajo, Registro Judicial de febrero de 1992, p. 117.
[37] Sentencia de 19 de febrero de 1992, citada en Hoyos, Arturo. La Justicia Constitucional en la Reciente Experiencia Democrática de Panamá. p. 39. En El Órgano Judicial en Democracia, Corte Suprema de Justicia, Panamá, 1994, p. 26-49.
[38] Laband, Paul. Die Wandlungen der Deutschen Reichverfassung. Publicado en la Jahrbuchder Gehe-Stitung zu Dresen, 1895, p. 149-186. Citado por Sánchez Urrutia, Ana Victoria. Mutación Constitucional y Fuerza Normativa de la Constitución. Una Aproximación al Origen del Concepto. Revista Española de Derecho Constitucional. Año 20, Núm. 58, Enero-Abril 2000, P.105-135.
[39] Sánchez Urrutia, Ana Victoria. Ibídem, P.109.
[40] También resulta importante destacar que el fenómeno de la variación del régimen jurídico constitucional mediante la aprobación de leyes, en contextos de escasas disposiciones constitucionales (entiéndase, ante constituciones breves), aparece como significativo. No es el caso del Estado panameño, dotado de una Constitución provista de suficientes disposiciones como para que la Ley, actuando bajo su paraguas, no pueda alterar los aspectos esenciales de su régimen jurídico.
[41] Se solicitó la declaratoria de inconstitucionalidad del mencionado Decreto No. 3 de 9 de febrero de 1994. Sin embargo, extinto el período presidencial del Dr. Guillermo Endara Galimany, la Corte Suprema de Justicia, en pronunciamiento de 26 de junio de 1995, decidió declarar sustracción de materia y ordenó el archivo del expediente.
[42] Sin negar necesariamente las posibilidades arriba desarrolladas es necesaria la cautela en esta materia, particularmente si el funcionario a quien se pretende otorgar el “rango de Ministro de Estado” no es un inmediato subordinado del Presidente de la República. Esta consideración parece oportuna, porque hay relaciones de supervisión entre los Directores de Entidades Autónomas y los Presidentes de sus Juntas Directivas, normalmente Ministros de Estado, que podrían afectarse en caso de que el Director y el Ministro concurrieran en igualdad de condiciones al Consejo de Gabinete. Esto último, sin perjuicio de la colisión notoria con el diseño institucional del Estado, implícito en el hecho de hacer partícipe del Gobierno Central a un funcionario que simultáneamente actuaría en la esfera de la Administración Autónoma, y a cuya designación concurrieron otros Órganos Superiores del Estado, verbigracia, la Asamblea Nacional.
[43] Por ejemplo, en el fallo de 14 de enero de 1994. R.J. Enero, 1994.
[44] Sentencia de 14 de febrero de 1991.
[45] Hoyos, Arturo. La Justicia Constitucional en la Reciente Experiencia Democrática de Panamá. p. 42. En El Órgano Judicial en Democracia, Corte Suprema de Justicia, Panamá, 1994, p. 26-49.
[46] Kelsen, Hans. Teoría General del Derecho y del Estado. UNAM, México, 1995, P. 150-151.
[47] Ibídem, p. 116.
[48] Sentencia del 8 de noviembre de 1990, que incorpora al bloque de la constitucionalidad el artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
[49] Hoyos, Arturo. La Interpretación Constitucional, Op. Cit., p. 105.
[50] Sentencia de 23 de mayo de 1991.
[51] Sentencia de 14 de febrero de 1991.
[52] Ver al respecto: Sánchez González, Salvador. Reglamento Interno de la Asamblea Nacional. Consideraciones Históricas y Jurídicas. P. 76-81. En Revista Cultural Lotería, No. 468-469, 2006, pp. 55-82.
[53] Ambos aspectos sobre la base de sentencia de 30 de julio de 1990, y en coherencia con el trasfondo ideológico de una propuesta de hermenéutica jurídica que implica la garantía judicial de los intereses de las elites económicas frente al texto democráticamente producido, de la Constitución y de las leyes.
[54] Hoyos, Arturo. Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Editora Jurídica Iberoamericana, S.A., Panamá, Colombia, 2005, Pp.147-148. Esta cita es la versión actualizada del texto original del mismo autor: Hoyos, Arturo, Derecho Panameño del Trabajo, Litografía e Imprenta LIL, 1982, pp.165-166.
[55] En éste punto sigo a Pedreschi. Ver: Pedreschi, Carlos Bolívar. El Control de la Constitucionalidad en Panamá, Ediciones Fábrega, López, Pedreschi y Galindo, Madrid, 1965, p. 322-331.
[56] En éste punto está claro que muchas otras resoluciones judiciales expedidas fuera del ejercicio de funciones de control de la constitucionalidad, son finales (porque agotan la posibilidad de abrir nuevos procesos), definitivas (porque no admiten recursos) y obligatorias (pudiendo incluso su incumplimiento dar lugar a desacato). La propia Constitución contempla hoy este carácter para tres tipos distintos de procesos: juicios de constitucionalidad, de legalidad, y procesos penales contra Diputados. El Código Judicial hace lo propio respecto a los fallos, en otras materias, de las Salas de la Corte Suprema.
[57] La incorrección de ésta postura, sin embargo, no impidió que Hoyos la impulsara desde la Corte Suprema de Justicia cuando tuvo la oportunidad, a partir de 1990, en una forma además agravada, como ha resultado la incorporación de la jurisprudencia constitucional como elemento del bloque de constitucionalidad.
[58] Sentencia del 30 de julio de 1990.
[59] Sentencia del 30 de junio de 2008.
[60] Declarado exequible en sentencia del 9 de mayo de 1957 (Jurisprudencia Constitucional, Tomo I, Universidad de Panamá, 1967, p. 279).

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